Gárgolas insomnes

Enero 31 de 2010

Oaxaca y la doble agente

(Cuarta parte)

Para las elecciones federales de 1997, el candidato del PRD a diputado por el distrito de Tehuantepec era Alfredo López Ramos, quien había sido presidente municipal de Salina Cruz dos veces; el PRI lo acusó de haber cometido peculado como director regional de Pemex, cargo que también había desempeñado, y el candidato fue detenido y encarcelado a unos días de las elecciones, luego de que el PRD, cuya corriente mayoritaria en el estado era encabezada por la COCEI, asumió primero su defensa política y después trató de impedir su detención, para lo cual Polín usó infructuosamente su fuero en un audaz intento de autosecuestro que la policía estuvo a punto de repeler a balazos; la oficina de gestoría o más bien Reyes Terán asumió por último la defensa legal del candidato, mientras Héctor Sánchez hacía una huelga de hambre en la Ciudad de México, oportunidad que la manipuladora del dinero aprovechó para: 1) quemar al PRD local como alternativa real al PRI; 2) quemar a Héctor Sánchez como aspirante a gobernar la entidad, poniéndolo en ridículo como senador; 3) quemar al candidato encarcelado, asumiendo su culpabilidad y sustituyéndolo por su hijo, que era una bestia; 4) dividir a la oficina de gestoría, excluyendo al área jurídica de la defensa legal, y 5) dividir al PRD local. Norma y compañía lograron todo eso, además del pago por su traición, cuyo éxito puede atribuirse a una habilidad oportunista muy bien asesorada o al chiripazo. Lo que resulta inexplicable es la torpeza política de Alfredo López Ramos, pues había sido objeto de vil chantaje por su contraparte priista, un tal José Antonio Estefan Garfias, que era un personaje sórdido y nefasto por donde se le viera, y lo supimos hasta que se apersonó en la oficina el hijo, cuando el papá ya estaba preso; me dijo que tenía una grabación subrepticia de conversaciones telefónicas y un intercambio verbal de sobremesa entre ambos candidatos, así que nos encerramos en un cubículo a escucharla y me pareció que salía perdiendo el acusado si dábamos a conocerla públicamente sin editar. Como ya dije, no tengo el material a la mano, pero recuerdo que López Ramos fingía reconocer su delito y aceptaba el chantaje, como si planeara una traición y no supiera que la conversación era grabada. Por todo lo que revelaba López Ramos en el intercambio con Estefan Garfias (a reserva de volver a escucharlo), no descarto que la grabación fuera iniciativa del hijo y nunca informara a su padre, y que me la llevara como un recurso tardío y desesperado. Evidentemente, no era muy brillante ese muchacho; por el protagonismo que le daba el parentesco (algo que podríamos llamar el síndrome Reyes Terán), sentía que tenía derecho a usar los teléfonos de la oficina sin pedirlos en el preciso instante que dejábamos libres las líneas para recibir llamadas en las cuales se jugaba todo por ese asunto; como no entendía que era vital mantener abierto ese canal, y además escuchaba la grabación una y otra vez en vez de permitir que yo la usara, y se comportaba como los débiles mentales cuando se drogan, saqué el casete de la grabadora y le sugerí al trastornado vástago que se fuera mejor a emborrachar. Cuando llegó Norma, le dije que ya no había tiempo de que escuchara la grabación, que debíamos editarla porque algunas partes eran tan comprometedoras que resultarían un autogol, pero El Bicho salió con que no podíamos editar nada porque eso requería de aplicar un criterio político y "nosotros" éramos "expertos" solo en asuntos técnicos; que esa decisión correspondía a la dirección del PRD. "Para empezar -le dije- tú no trabajas aquí; es segundo lugar, tampoco eres experto en nada, más que en estorbar". Para mi sorpresa, Norma estuvo de acuerdo o fingió estar de acuerdo (obviamente, mientras pensaba cómo aprovechar la situación o consultaba a Rufino o sus asesores, pues ella no pensaba por sí sola), pero no supo cómo haríamos la edición; le dije que yo sabía de alguien en la Ciudad de México que hacía edición digital de audio, que había hecho ese trabajo para Los Hermanos Rincón y después le pedí limpiar una explicación de la IV Declaración de la Selva Lacandona por el Subcomandante Marcos. Entonces Marcos, el que no era Subcomandante, sino "experto-solo-en-asuntos-técnicos", dijo tener un contacto similar al mío, pero allí mismo, en Oaxaca de Juárez; fuimos a verlo y resultó que su equipo no era digital, sino analógico, pero se comprometió a "emparejar" el sonido cuando hubiéramos hecho los cortes; yo hacía preproducción artesanalmente, así que decidí confiar en el técnico, pues su equipo era bastante sofisticado, en comparación con los que yo usaba.

A mitad del trabajo, llegó un achichincle de Norma con un mensaje escrito a mano en el que ella proponía que yo saliera volando al DF en ese preciso instante con una copia del casete; le dije al achichincle que yo no haría eso, que me dejaran trabajar y le llevara a Norma esa respuesta, pero el achichincle regresó con un segundo mensaje escrito a mano que daba la impresión de que todos en Oaxaca eran oligofrénicos o párvulos idiotas; entonces me apersoné -quizá con una evidente carga de adrenalina- en la oficina, cuyo personal se arremolinó junto con la brigada del PRD para presenciar el desencuentro; Norma ya había comprado un boleto de avión (de ida y vuelta, dijo) para que yo le llevara la grabación a Héctor y lo pusiera en contacto con mi editora digital de audio; contesté que ya estábamos editando la grabación y que, si nos dejaba trabajar, en vez de seguir distrayéndonos con sus ocurrencias neuróticas y apresuramientos histéricos, tendríamos el audio presentable cuando se lo enviáramos a Héctor (¡por correo electrónico, no por avión!). "Y para un trabajo de mensajería manda a cualquiera de tus gatos". Enviarme a mí, agregué, solo serviría para sacarme de la jugada en el momento crítico (¿no sería que de eso se trataba?). "Solo perderías seis horas", dijo ella del ante de todos. "En esas seis horas puedo hacer más que todos tus gatos juntos en una semana", respondí. Ella se levantó enfurecida y espetó: "¡Así trabajamos aquí, Iván; trata de adaptarte a nuestro estilo en vez de venir a cambiarlo por el tuyo!" Pero me quedé y envió de viaje a uno de sus gatos. "¿Quién quiere viajar en avión al DF?" -peguntó, y todos contestaron: "¡Yooooooo!" Nomás que el regreso fue en camión...

El primero en salirse con la suya fue Marquitos, pues confié, obligado por las circunstancias, en el tiempo que, según el técnico, tardaría la edición y, sin antes escucharla, cité a conferencia de prensa (el calendario electoral y la agresividad priista marcaban un ritmo por el que hacíamos todo apresurada y atropelladamente, lo cual me justifica solo a mí, no a Norma y su hermano, y tampoco al hijo del candidato, maestros del autosabotaje en grande, al amparo de la pequeñez mental); por fortuna, la cantidad de periodistas en Oaxaca era diez veces menor que en Chiapas y también su malicia; todos se quedaron como dormidos cuando puse el casete, y les dije que acercaran sus grabadoras a la bocina; si estuviéramos en Chiapas, pensé, tendrían que bañarse con agua fría para salir a trabajar o cambiar de oficio; no era nada del otro mundo, pero nunca habían estado en una conferencia de prensa como esa; cuando escuchamos el autosabotaje de Marquitos, les dije que podían pasar después a la oficina por una copia, si preferían, y sí prefirieron. Alguien me dijo: "Se oye cuando voltean el casete". Y entonces agradecí estar en el tercer mundo...

Como Oaxaca era de tercer mundo, Norma despreció al área jurídica -lo único rescatable- de su propia oficina, y contrató a dos "especialistas" para que defendieran al candidato detenido: uno de ellos era su asesor en el Congreso local, un "licenciado" (sí: ¡en economía!), y el otro un "experto en derecho" (sí: ¡constitucional!), a quien mandó traer desde el mesmísimo DF. ¿Cuánto le costaron sus "especialistas" a Norma en términos económicos? Nada. El dinero lo puso Héctor Sánchez. ¿Cuánto le costaron en términos políticos? Nada. El ridículo (que puso en evidencia su ignorancia) lo hizo Héctor Sánchez. Ella no perdió nada; ganó...

Por su parte, ofendido por el ninguneo, Santos me dijo: "El delito de peculado no es del fuero común, sino federal, y tampoco es del orden civil, sino penal; eso lo sabe cualquier estudiante de leyes, no digamos alguno de mis asistentes; están asesorando con dolo y mala leche a Héctor Sánchez para que haga un ridículo nacional y lo están logrando con creces". Héctor se había puesto en huelga de hambre junto con otro legislador y, en efecto, hacía declaraciones públicas basadas en cuanto le decían desde su oficina en Oaxaca, evidenciando una ignorancia supina que era la comidilla de los medios locales, que hasta en cartones reproducían su analfabetismo jurídico, así como su descuidada expresividad verbal (léxico en bruto, no muy pulido que digamos), y supongo que nunca se enteró. Además, Norma dispuso de su dinero (el de Héctor) para pagar la fianza del candidato, y Santos me dijo de nuevo, entre indignado y exasperado: "Si Norma paga la fianza, el candidato es automáticamente defenestrado, porque la fianza implica un tácito reconocimiento de culpabilidad y el peculado se castiga con la inhabilitación para ejercer cualquier cargo público; nadie tiene derecho a ocupar un puesto de elección popular si está bajo proceso ni puede ser candidato; eso debería saberlo su experto en derecho constitucional". Se remitió a los artículos respectivos de la Constitución y el Código Penal, y envié dos mensajes urgentes al localizador de Norma, diciéndole exactamente cuanto me decía Santos. Cuando ella regresó a la oficina, le pregunté si había recibido mis mensajes y contestó que sí, pero que lo importante era sacar de inmediato al candidato de la cárcel, porque ya no aguantaba ni una hora más allí. Me abstuve de hablar ni una palabra más con esa cabrona, que traía ganas de pelear y discutió después con Santos, a quien le gritó para que todos escucháramos: "¡No seas necio!". Según ella, el candidato demostraría su inocencia y entonces sería recuperado el dinero de la fianza... Lo demás no importaba.

Con esa decisión, que tomó al margen de la dirección del PRD, antes de sostener un airado intercambio de gritos con Saúl, Norma coronó su autosabotaje, tan exitoso que el PRI ganó las elecciones federales de 1997 en los once distritos de Oaxaca. ¿Ella lo hizo por imbecilidad soberbia, o perfectamente conciente de sus actos, asesorada con un gélido cálculo de que el PRD, no solo perdería un candidato por no comprobar su inocencia, sino toda credibilidad ante la opinión pública? Aunque Héctor echó a Norma y su gente de la oficina, el PRD perdió también las elecciones para gobernador al año siguiente, pues el daño ya estaba hecho.

Lo más aberrante es que "el PRD nacional" premió la traición de Norma / Rufino con una diputación federal en la LVIII Legislatura (2000-2003) para ella como titular y el marido como suplente; posicionada la pareja en el Congreso de la Unión, el gobierno del estado y el PRI local pagaron su imprescindible servicio con el regalo de José Murat refrendado por Ulises Ruiz, un hueso que Norma lame todavía; el gobernador del PRI desde 1998, que intentó asesinar a su contrincante del PRD en 1999, la incorporó en su gabinete como directora del Instituto de la Mujer Oaxaqueña, y entonces Rufino ocupó la curul. ¿Eh? ¿Qué tal? ¡Bien listos que son esos dos: pinche mafia bicéfala! Por lo visto, en México, la deshonestidad sí reditúa.

(Continuará...)

[] Iván Rincón 4:17 AM

Enero 29 de 2010

Oaxaca y la doble agente

(Tercera parte)

Es probable que el cisma político sucediera durante mi visita exploratoria, es decir, antes de mi incorporación a la oficina de gestoría; en tal caso, a reserva de confirmarlo, espero que los incontables lectores de esta serie disculpen el lapsus (al cabo, ningún relato debe ser lineal y mejor que no lo sea, vaya, ni siquiera una crónica debe seguir un orden cronológico, a menos que sea una enfermedad); me baso por completo y por el momento en la memoria para darle celeridad, pues las referencias que podrían servir como fuentes o, viceversa, las fuentes que podrían servir de referencias, no están prácticamente a la mano, y recurrir a ellas haría tan lenta, difícil y cara esta revisión como lo fue mi experiencia de pérdida en términos económicos y de tiempo, salud física y mental; finalmente, la pérdida más importante, la más grande, fue política y lo fue, más que nadie, para Héctor Sánchez (inclusive si consideramos como principal perdedor al pueblo de Oaxaca), aunque también lo fue para quienes acompañamos su travesía en algún tramo y para quienes abandonaron el barco antes del naufragio; en mi caso, más que saltar por la borda, me arrojaron y quizá me hicieron un favor, gracias a la casualidad, por lo menos a la coincidencia de mi estancia allí con el inicio de la cacería en Loxicha. El ganador invicto de contiendas en las que siempre pelea sucio es el PRI y, entre sus aliados y cómplices más ganones, encabezan las listas el PAN, Norma Reyes y compañía.

El plan 1, como ya vimos, era posponer todo lo posible mi incorporación a la oficina de gestoría; el plan 2 era simular que yo, una vez allí, todavía no me incorporaba; el plan 3 era impedir que hiciera algo, ni lo más mínimo, y el plan 4 era librarse de mí cuanto antes, con cualquier pretexto, en caso de que lograra trabajar, así fuera en las condiciones más inconcebibles, que hacían veinte veces más difícil de lo normal cualquier tarea, veinte veces más tardada y, en suma, veinte veces más cara en todos los sentidos.

Es probable, decía, que el cisma ocurriera durante mi visita exploratoria porque, de ser así, le sirvió a Norma para enterarse de que mi estilo de trabajo era contrario al suyo, y de ahí que me anulara con su plan cuátruple. Además de conocer dicho estilo en los hechos, conoció por escrito una estrategia de comunicación que presenté como propuesta y podría resumirse aquí en la intencionalidad de aprovechar al máximo los recursos técnicos de la modernidad, como el correo electrónico, y un cambio ético radical en la relación con los medios, que eliminaba los desplegados y demás inserciones pagadas, además de los regalos a los periodistas, algo que Norma también acostumbraba. Con esos dos antecedentes, la tirana me pidió que hablara con su hermanito. "Él te va explicar cómo está la cosa", dijo. Y hablé con El Bicho sin saber cuál era su función en la oficina; hasta donde creía saber yo, él no tenía vela en el entierro, pero lo escuché y resultó un demente vomitivo, ebrio del poder que le daba ser hermano de Norma, quien lo reconocía como "experto", poder infinitesimal que lo desbordaba, pues El Bicho era microscópico (pesaba más de cien kilos, pero el tamaño del cuerpo suele ser inversamente proporcional al del cerebro). "Vas a estar a prueba", me dijo, como si fuera mi jefe. ¡Cámara! ¿Qué pedo? "Vas a ganar..." Y, en vez de decir verbalmente la cantidad, la anotó en un papel, sintiéndose quizá muy didáctico. ¡Órale con este güey! "Seguramente, haz de tener más experiencia que nosotros -¿nosotros, Kimosabi?- y sabes de recursos como los boletines y las conferencias de prensa, pero tienes qué entender que los desplegados son una forma de protagonismo, que Norma no va a dejar por sugerencia tuya; ella no quiere que le quites ese recurso, porque es una ventana para hacerse notar, aunque cueste dinero; tampoco está de acuerdo con tu propuesta de eliminar los regalos a los periodistas"...

-¡Ya entendí! Que siga entonces despilfarrando el dinero que no es suyo y corrompiendo la relación de la oficina con los medios, pero esta es la última vez que hablo contigo sobre mi trabajo; si Norma quiere que yo entienda algo, que haga un esfuerzo por explicármelo; de ahora en adelante voy a tratar con ella o directamente con Héctor, contigo no...

De ese modo, evité preguntarle, por ejemplo: ¿Más experiencia que quién? ¿Él tenía experiencia? ¡Já! Ahora resulta... Y me abstuve de explicarle que las conferencias de prensa podían darle a Norma una mayor notoriedad que los desplegados, aunque tuviera que compartir reflectores con la competencia (Polín en el Congreso local y El Chango en una oficina paralela), y que ella podía mantener su estilo de relaciones públicas en el Congreso local y permitir el mío en la oficina de gestoría, donde no era la cabeza pensante y, si ella no lo era, mucho menos su hermanito; quizá planeaba alternar las dos formas de protagonismo, lo cual era válido; lo que me resultaba intolerable por denigrante, degradante y ofensivo era que, en vez de Héctor, pretendiera ser mi jefe un principiante medio loquito que ni siquiera tenía relación laboral alguna con la oficina; su relación familiar me importaba un carajo. Como era de esperar, cuando ese bicho transmitió mi respuesta, Norma le contestó. "Entonces que no pueda hacer nada y, en la primera oportunidad, nos deshacemos de él". O sea: planes 3 y 4. Era tan premeditada la zancadilla, que Norma ya tenía inclusive a mi sustituta: Aline Castellanos, entonces "jefa de redacción" de Contrapunto y amiga suya, tanto como Rashy, pero ahora hostigada y perseguida por la mafia del chacal Ulises Ruiz, tirano mayor al que obedece la tiranita.

En principio, Norma no tenía necesidad alguna de arruinar mi existencia ni la de nadie, pero tampoco tenía inconveniente, ni el más mínimo. ¿Por qué y para qué? Tampoco es fácil responder a eso. Por ser gente de naturaleza muy otra, que antepone los fines a los principios y, en vez de valores, tiene precios, es imposible hacerlo sin especular. Quizá no podía incorporar nominalmente al hermanito porque era demasiado inexperto como para que Héctor lo aceptara y entonces lo hacía por la vía de los hechos; quizás Héctor sabía del intento de fraude, abuso de confianza y robo por parte de Matajari, o de su amasiato con un diputado priista, y por eso ella tampoco podía hacerse cargo de esa área en la oficina, a menos que fuera también por la vía de los hechos. Es posible que, además, Nadie se asimilara al estilo inescrupuloso, deshonesto y corrupto de Norma en cuanto a la relación de la oficina con los medios de comunicación, salvo Matajari y El Bicho, que eran gente de su especie, y quizá Norma creía resolver "esa problema" con la simulación de incorporar a alguien que fuera bien visto por Héctor, aunque no pudiera hacer nada, como era mi caso, al cabo Héctor era el último en enterarse de cuanto sucedía en su propia oficina, pues trabajaba en la Ciudad de México. Si Aline también era de su especie, ¿por qué no la puso en mi lugar desde un principio? Quizás esa posibilidad se presentó después de comprometerse con Héctor a que fuera yo el elegido. Quizá Norma y Rufino, como toda la gente de su tipo, no conciben otra forma de hacer nada; todo tiene que ser chueco, torcido, avieso, empezando por el pensamiento. Para servir a sus patrones del gobierno panista a nivel federal y priista a nivel estatal, no era necesario incorporarme, insisto, pero una vez incorporado, en cuanto hubiera quién me sustituyera con el estilo de Norma y su banda, sería necesario sacrificarme.

El área jurídica de la oficina era encabezada por un abogado joven de apellido Santos con el que tuve una identificación inmediata y llegamos a ser amigos; un día que no había nadie más, al menos del clan Reyes Terán, aprovechó para decirme en corto y sin rodeos que él trataría conmigo siempre y con El Bicho jamás, porque no toleraba su prepotencia ni sus ínfulas ni su intromisión en la oficina, donde no era nadie y más bien la invadía; alrededor de Santos y sus asistentes, con quienes también me amigué, había un amplio círculo que tampoco tenía relación laboral con la oficina, pero la cercanía era muy distinta y distante a la de Aline, Rashy y El Bicho, trío al que Santos llamaba irónica y sarcásticamente «los profesionales»; el círculo amplio que rodeaba al área jurídica lo integraban estudiantes de derecho, entre quienes había uno, cuyo nombre no recuerdo, pero debería, porque también fue mi amigo y supe que intentó vivir con nosotros, pero Rashy lo discriminó porque apestaba el departamento cuando se quitaba los zapatos; Rashy decía saberlo porque, antes de que los tres rentáramos el nicho en donde quiso vivir con nosotros ese chavo, había pasado la noche con el tumulto hacinado en el departamento contiguo, que era idéntico, salvo por tener un balcón hacia la calle; la mayoría del tumulto era la brigada del PRD, que se fue de allí a la "Casa de Militantes", regenteada por la pareja Norma / Rufino, y me platicó la discriminación de Rashy al chavo como un tufo elitista que no disculpaban. "Si el problema fuera que le apestan las patas, la solución sería ponerse talco", dijeron, y supongo que tenían razón; el chavo discriminado me platicaba, por su parte, de los reclamos que le hacía Santos a Norma por la intromisión del hermanito. "Mira nomás al nuevo; no puede trabajar porque Marquitos no lo deja, todo el tiempo está encima de él; parece que de eso se tratara, que hubiera consigna", le dijo Santos a Norma. "Eso de que Marquitos pretenda ser su jefe es como si yo le diera órdenes a un ministro o un magistrado; es evidente que el nuevo podría darle clases a Marquitos, pero tal parece que solo ustedes dos no lo vieran o se hicieran de la vista gorda". La percepción de Santos en particular y toda el área jurídica en general, incluyendo al amplio círculo de gente cercana, era tan sorprendente y asombrosa que por momentos parecía más bien telepatía, pues yo nunca les decía nada; siempre eran ell@s quienes me informaban...

Tanto la brigada del PRD como el área jurídica de la oficina me hablaban -con insistencia, pues algunos de los aspectos que escribo y describo ahora como nimiedades intrascendentes, eran en realidad profundamente significativos, y yo, al menos en mi visita exploratoria, no sabía- de las relaciones opresivas que tenían lugar allí, donde Norma ganaba el sueldo de una diputada local (con el financiamiento adicional que, en estos casos, es superior al sueldo) y manejaba, además, el dinero de Héctor Sánchez como senador y el que aportaba la fracción parlamentaria local, mientras que a los responsables de cada área nos pagaban de tres mil a cinco mil pesos mensuales (sin prestaciones), y todos los demás recibían una miserable "ayuda" que nunca pasaba de mil 200 pesos. Con el control financiero en la oficina, Reyes y Perdomo fomentaban dependencia también en la militancia de base del PRD y la aprovechaban, por ejemplo, para imponer en la "Casa de Militantes" a un sobrino de ella, oligofrénico y parasitario, que la brigada toleraba como a un lastre inútil, peor que a un mal necesario (digamos, como yo al hermanito). Además de la explotación económica / laboral, y el más vil autoritarismo, había expresiones de un racismo lacerante: la antesala de la oficina se llenaba de pueblo cuyos asuntos legales atendía el despacho jurídico de Santos y, cuando Norma salía de su cubículo (que no solo era el más grande, sino además el único alfombrado), echaba pestes por el olor, hasta que un día le dijo a Santos del ante de todos: "Saca de aquí a esta gentuza, que te espere afuera; esto ya parece un mercado sobre ruedas". Norma se quejaba de que Santos permitía usar el baño a la "gentuza", pero ella permitía que, no obstante mis reiteradas quejas, el sobrino oligofrénico usara las computadoras para jugar, y un día lo sorprendí orinando en el lavabo...

-¡Así trabajamos aquí, Iván! ¡Trata de adaptarte a nuestro estilo, en vez de venir a cambiarlo por el tuyo! -espetó Norma en medio del cisma político y en presencia del personal de la oficina y la brigada del PRD, quienes estaban a la expectativa de la discusión porque hasta entonces nunca había sucedido que alguien le hablara como yo a la tirana.

(Continuará...)

[] Iván Rincón 2:02 AM

Enero 27 de 2010

Oaxaca y la doble agente

(Segunda parte)

La guerra en Chiapas transitaba gradualmente a una fase crítica: la proliferación y consolidación de las bandas paramilitares y su ofensiva en la llamada Zona Norte, donde no había testigos de la barbarie, causaba el desplazamiento de cientos de familias, que buscaban refugio en comunidades lejanas y dejaban todo para sobrevivir con nada; la guerra "civil" extendió su red a los Altos de Chiapas, donde sí había testigos, pero eso no impedía que, por primera vez, reprodujera su más violento esquema de contrainsurgencia y lo llevara, en el invierno de 1997, hasta sus últimas consecuencias: allí, donde los priistas de Chamula siguen expulsando a las familias no priistas ni católicas ni alcohólicas, luego de vejar, ultrajar, violar a sus mujeres y robar sus escasas pertenencias, una vez tras otra, con la impunidad garantizada por el anonimato del tumulto, hasta hacer de ese conflicto algo normal, tanto que a nadie le interesa ya, pues no es noticia, como tampoco lo es el síndrome de la carnicería en Ciudad Juárez, indiferencia que bien podríamos llamar el síndrome de México (la problema es el costumbre).

A la internacionalización del zapatismo en 1996 siguió la guerra "civil" en 1997, mientras las comunidades indígenas, zapatistas o no, simplemente resistían los embates, y el EZLN preparaba una de sus más audaces iniciativas: la caravana de mil 111 delegados que representaban al mismo número de comunidades y serían acompañados a la Ciudad de México por cientos de personas, entre quienes me encontré de pronto, viajando en un microbús lleno de extranjeros, escribiendo la crónica del día durante la noche para enviarla a las seis o siete de la mañana a "la redacción" de Radio Educación. En vez de regresar a Chiapas con la caravana zapatista, me quedé a editar los testimonios de los desplazados en Jolnishtié, comunidad al sur de Tila, principal bastión paramilitar en la Zona Norte, a donde llegué caminando, igual que en mi comparación con la "corresponsal" de Radio Educación, un año antes que el "corresponsal" de La Jornada, "periodistas" que anunciaron sus hazañas tardías con grotescos aspavientos, y sus respectivos medios los publicaron sin el más mínimo criterio ni pudor alguno. Durante un zafarrancho en la Escuela de Derecho, por cierto, a la "corresponsal" de Radio Educación en Oaxaca se le cayó una charola de policía, por si alguien tenía dudas aún. "A esa mujer nomás le faltan las esposas", comentó Rashy. El tolete, agrego hoy.

Si hubiera sabido lo que me esperaba en Chiapas, me habría preparado físicamente, en vez de involucrarme de lleno en la infructuosa grilla de Oaxaca, o quizás habría ido, pero de vacaciones; de cualquier modo, mi pérdida no lo fue del todo, pues conocí Loxicha, el golpe de estado a escala regional, la resistencia de su gente, la de sus mujeres y niños desterrad@s, la de sus hombres encarcelados, su defensa legal por el despacho jurídico de Israel Ochoa, la denuncia por parte de la Limeddh y la cobertura periodística exhaustiva hecha por el semanario Contrapunto (más bien por mí). Esa fue la ganancia profesional en Oaxaca, luego de tanta pérdida: política, económica, de tiempo, de salud... Después de Radio Educación y Contrapunto, vendría una serie de colaboraciones con el diario Noticias y otra vez Radio Educación, al conseguir la primicia del traslado de los presos loxichas a cárceles de alta seguridad, y por último Voz Pública, mezquino medio que elegí para dar a conocer un reportaje sonoro del que sigo satisfecho y hasta orgulloso, aunque Paco Huerta haya tardado quince días en publicarlo y me ofreciera 300 pesos como pago y yo le contestara sutilmente que se metiera por el culo sus 300 pesos; falta decir que Paco Huerta me negó apoyo para tener acceso al penal de Santa María Ixcotel y después Israel Ochoa me informó que había una lista negra en la entrada con los nombres de quienes tenían prohibido el paso y, entre esas siete "personas de derechos humanos", estaba yo, lo cual me dio importancia y algo qué platicar a mis nietos; eso era lo bueno (lo malo sería que no me dejaran salir, pensé), al cabo había entrado ya, no recuerdo cuántas veces, y tenía suficiente material de entrevistas y hasta una primicia más: el encarcelamiento de un menor de edad.

Mientras la guerra en Chiapas se "civilizaba", yo pensaba en mí, en la necesidad personal de evadir ese tema inmenso, al menos por un tiempo, ya que había fracasado el proyecto del FZLN y sus saboteadores echaron al caño mis cuatro meses de trabajo, la hemeroteca de La Jornada que doné y el compromiso que obtuve del Sitrajor de comprarnos cien boletos para el baile en el Salón Los Ángeles y publicar gratis dos cintillos; los susodichos prefirieron tratar con la dirección de La Jornada y aceptar sus limosnas y migajas a la solidaridad del sindicato, y mi desgaste nunca redituaba.

Antes había ocurrido en el Foro Nacional Indígena un memorable por afortunado reencuentro con Gabriela Bermúdez, joven directora del semanario La Hora de Oaxaca, cuyo director general era su padre Rafael Bermúdez, pero ella estaba muy lejos de ser hija de papá (como Natalia Toledo); era un caso especial: físicamente bella, su trato confirmaba que si algo hace atractiva y seductora una personalidad es la inteligencia; a primera vista, su principal característica era la seriedad, pero al hondar en ella sucedía un entrañable hallazgo de honestidad; yo me había echado unos tragos con su papá en casa de Héctor Sánchez a finales de los ochenta, cuando nos conocimos ella y yo en la Convención Nacional Democrática de Tuxtla Gutiérrez y el reencuentro en San Cristóbal de Las Casas fue bastante halagador; al verla tan asediada en la inauguración por tantas celebridades masculinas como Hermann Bellinghausen y Carlos Beaz, sentí que yo perdía tiempo esperándola y me fui a comer; a los cinco minutos llegó ella con la ubicación del restaurante sin conocerlo; el dueño, que fue mi amigo y anfitrión hasta que la cocaína destruyó esa relación, comentó después: "Me cayó muy bien tu amiga; es la más seria que te he conocido". Gabriela y yo no éramos amigos, pero en San Cristóbal dimos el primer paso; cuando regresamos al Centro de Convenciones, otro amigo percibió tanta reciprocidad que me aconsejó: "Invítala al Cerrito; ustedes dos deberían subir juntos para estar solos y ver toda San Cristóbal desde allí". La sugerencia tenía algo de asombrosa y la atribuyo a eso que llaman química y es visible para todos. En cualquier caso distinto, me habría desanimado competir con Bellinghausen, pero esta vez sentí que teníamos las mismas posibilidades o que la diferencia me favorecía. Gabriela hizo un comentario mordaz acerca de Beaz, "otro paranoico", luego de hablar con él; también hizo un comentario irónico demoledor sobre el desprestigio de Polín como coordinador de la fracción parlamentaria del PRD en Oaxaca, y después escuché, a nivel de chisme, que ella tenía relaciones "íntimas" con un diputado local. No importa, pensé, mientras el diputado no sea priista... Percibida nuestra afinidad y quizás atracción mutua, me propuse buscar el mayor acercamiento posible, a ver hasta dónde llegábamos, si decidía mudarme a Oaxaca, y lo primero que hice al llegar fue preguntar por ella y enterarme de que había muerto en un accidente. Hasta hoy prefiero pensar que no se trata de ninguna señal ominosa, como augurio de lo que me deparaba Oaxaca, sino de un hecho trágico, pero aislado (en el contexto personal y momentáneo), porque no obstó para que mi visita exploratoria fuera idílica; el idilio terminó cuando quise hacerlo estable. Al revisar la memoria para escribirla, creí recordar que la noticia de la muerte me había recibido cuando regresé, pero no fue así; me encontré en la terminal con un conocido que llegó en el mismo camión que yo y, casualmente -"¡qué pequeño es el mundo!"-, nos había presentado en Tuxtla Gutiérrez; le pregunté por Gabriela y me dijo que había muerto; así de fulminante fue. Quizás ella era la mujer de mi vida y por eso está muerta, pienso ahora en la soledad fatalista que alienta este desordenado aglutinamiento de palabras; qué fácil es idealizar a una mujer muerta, sobre todo tan joven y con tantas virtudes...

Oaxaca era mi nuevo mundo con dos proyectos; uno me comprometía con Héctor Sánchez a través de Norma Reyes y suponía vivir con Rashy y El Bicho, como llamaban al hermano menor de la tirana; otro me comprometía con Aleida y suponía unir nuestras vidas más allá del terreno profesional; ella compartía un departamento con Aline Castellanos (amiga de Gabriela, por cierto) y después me preguntó si yo aceptaría que viviera con nosotros; le contesté que sí...

De regreso en la Ciudad de México, preparé la mudanza lo más rápido posible, durmiendo unas cuatro horas diarias, pues era prácticamente una revolución. Cuando estuve por fin en condiciones de volver a Oaxaca, esta vez para quedarme, llamé a la oficina de gestoría para hablar con Norma, pero no la hallé; dejé varios mensaje con la gente que me contestaba; envié mensajes también a su localizador; llamé al PRD y al Congreso locales, y nada, nunca estaba ni dejaba respuesta con nadie a mis mensajes. Esa sí era una señal ominosa de que algo andaba mal allí, pues pasó un mes sin que yo pudiera comunicarme con ella; guardé los recibos de teléfono como prueba. En vez de trasladarme para saltar el bache, me detuve, porque si Norma era inaccesible, mejor debía yo tratar directamente con Héctor, pues faltaba acordar mi sueldo, entre otras cosas, que ella debía acordar primero con él, según su mentira (la de ella). Algo me decía que ser inaccesible la hacía sentir importancia, en vez de vergüenza; quizás alguien cercano me salió con que estaba "muy ocupada" y su localizador lo traía el chofer... puras pendejadas que servían acaso para justificar al país en donde todo es posible y permisible, mientras en Chiapas la violencia se recrudecía y me llenaba de angustia; yo necesitaba descansar de esa violencia, pero no podía porque ya era adicto a ella.

Mi papá y yo fuimos a cenar con Gustavo, a quien le platiqué las fallas en la comunicación con su hermana, y él usó la palabra "desesperanzado" para definir mi estado de ánimo; no había término más atinado, pero su ingenuidad era tanta como para creer que la comunicación se arreglaría con mi arribo. Norma no pudo posponerlo más porque Héctor comenzó a preguntar diario: "¿Ya está trabajando con nosotros Iván?" Luego: "¿Ya se incorporó el cabrón de Iván?" Un día me llamó Norma y le contesté que yo no estaba seguro de me interesara trabajar con ella. "No te hagas del rogar", dijo; "no tengo a quién más recurrir y ya me comprometí con Héctor". Ofreció doblar o triplicar la "ayuda" que pretendía darme y yo había rechazado. Su táctica era simplemente contradictoria y paradójicamente simple: primero pospuso mi llegada todo lo posible; una vez allí, resulté invisible; ella siguió tratando con Matajari y El Bicho, como si yo no existiera o estuviera; inclusive dijo en presencia mía que ellos eran "los encargados" de atender a la prensa. Olímpicamente ignorado, le pedí que habláramos para definir mi situación y ella me hizo esperar hasta un día entero para salir de la oficina en la noche, evadiéndome. Cuando logré hablar con ella, de hecho, obligándola, me dijo: "No hay dinero", igualito que Deyo, pero sin descartar la idea de comprar una estación de radio. "Voy a comentar con Rufino tu propuesta", agregó en alusión a su compromiso con Héctor y conmigo, que ahora era "mi propuesta".

Además del denigrante ninguneo en la oficina, El Bicho y Rashy no respetaron lo acordado en cuanto al espacio para cada uno en el departamento; cuando fuimos los tres a verlo, El Bicho cedió en la asignación, como si fuera "muy noble", pero cuando llegué se habían agandallado los dos cuartos y tuve qué dormir en un sillón de la sala, si el ajetreo de la planta baja en todo el edificio (que era horizontal, como una vecindad, por desgracia) disminuía y me lo permitía, lo cual toleré, más que aceptar, con la esperanza de que fuera temporal y durara lo menos posible, hasta que Aleida y yo rentáramos una casa. Para colmo, con ganar de chingar, un alacrán se confabuló con los otros dos bichos y me picó en la planta del pié; anduve una semana cojeando y eso les importó a todos ni más ni menos que un carajo.

A la semana de que mi presencia allí fuera inútil, volví a sentirme "desesperanzado" y, más aún, empecé a entrar en una crisis moral. ¿Para esto dejé Chiapas? -me pregunté, y dediqué una noche entera a evaluar la situación, considerando, entre otras cosas, que en las próximas horas llegaría Gustavo con mi aparatoso equipo de cómputo a Oaxaca y yo estaba a tiempo de llamarlo para que mejor lo dejara.

Una vez más, las coincidencias irrumpieron en escena y un cisma político me hizo entrar en acción...

(Continuará...)

[] Iván Rincón 8:36 AM

Enero 25 de 2010

Oaxaca y la doble agente

(Primera parte)

Esta grilla empieza como historia de familia y, por desgracia, termina también como tal; es uno de esos casos en que las coincidencias hacen parecer pequeño al mundo: Gustavo Reyes Terán, nutriólogo especializado en el tratamiento del sida, tenía una pequeña hija que era fan de Los Hermanos Rincón, y de ahí que mi papá y él se hicieran amigos, tanto como para llamar uno al otro su "mejor amigo", al menos durante un tiempo. Además de atender a mi papá, que es cardíaco y tiene cáncer en la piel, entre otros males, Gustavo era el médico de cabecera o tratante de Héctor Sánchez, que es diabético. Al saber de esa relación y que él también era istmeño, aunque no zapoteca, mi papá le regaló un ejemplar de la revista Estrategia con el artículo monográfico sobre Juchitán y una pintura de Francisco Toledo como portada; en ese artículo, yo vaticinaba que Juchitán y la región del Istmo oaxaqueño serían la plataforma geográfica para que la alianza PRD-COCEI llegara a la gubernatura del estado.

Héctor Sánchez era senador por Oaxaca y tenía una oficina de gestoría en la capital del estado; esa oficina se dividía en cuatro áreas; jurídica, administrativa, de comunicación social y finanzas; a cargo de esta última estaba Norma Reyes Terán, entonces diputada local del PRD, hermana de Gustavo y esposa de Rufino Perdomo, dirigente estatal del mismo partido y amigo de la COCEI en apariencia. A finales de 1996, Gustavo les mostró la monografía publicada en Estrategia para compartir su asombro por la coincidencia entre mi vaticinio y el proyecto de que Héctor Sánchez fuera gobernador del estado en el sexenio próximo. Habría elecciones locales en 1998 y aquel proyecto era todavía factible y viable, aunque al PRD lo esperaban algunas pruebas de fuego anteriores, como las elecciones federales de 1997; por lo pronto y por primera vez en su "historia" -vergüenza de conflictos extremos entre las cavernarias tribus concurrentes- ese partido tenía en Oaxaca un Comité Ejecutivo Estatal reconocido por todos y presidido por Saúl Vicente, amigo mío de incontables borracheras, primero en Juchitán y ahora en la capital del estado. Aunque nuestras diferencias ideológicas y políticas eran inmensas, tanto como nuestros estilos de trabajo, la asunción de Saúl propiciaba una momentánea dosis de optimismo que resultó más bien ingenuidad...

"Iván Rincón", dijo Rufino con mi ensayo sobre Juchitán en la mano; "después escribió un artículo contra la COCEI". Gustavo me transmitió ese comentario, pero nunca supe quién propuso mi incorporación al equipo de Héctor Sánchez para hacer posible, desde el área de comunicación social, que encabezara el primer gobierno del estado no priista, como había vaticinado yo siete años antes. A estas alturas de la vida, es obvio que mi vaticinio fue un error de cálculo, y aceptar ese cargo fue otro error, en lo personal, mucho más grande, pues la oficina de gestoría estaba secuestrada, para decirlo de una vez, por Norma Reyes y su gente, que trabajaban, junto con Rufino, para el gobierno y el PRI, infiltrados en el PRD; este hecho sería confirmado por muchos otros durante los años siguientes desde entonces hasta hoy, y yo tardaría demasiado en enterarme de todo y tener elementos suficientes, así como el ánimo necesario, para escribir este relato.

La vacante en la jefatura o dirección de comunicación social se debía a que Norma Reyes estaba nominalmente a cargo del área de finanzas, pero en los hechos era la jefa máxima y, junto con su marido, ejercían una tiranía denigrante para la militancia de base del PRD; además del control financiero en la oficina de gestoría, Norma Reyes tenía una subordinada en el Congreso local que se ocupaba de la relación con los medios de comunicación, mientras ella, por su parte, se encargaba de que nadie durara más de una semana en comunicación social de la oficina. Como no quiero recordar el nombre de la subordinada, para efectos prácticos, la llamaré de aquí en adelante Matajari (sic, para no ofender la memoria legendaria de la bailarina acusada, sin pruebas, de ser espía y condenada a muerte por alta traición; se trata en este caso de una parodia); ella cobraba en la oficina de gestoría y el Congreso local, nunca supe cuánto, aunque mi contraparte en la fracción parlamentaria del PRD local coordinada por Polín me decía: "Investígala", para que descubriera un tercer sueldo secreto, así como el hecho de que era amante de un diputado local priista, lo cual me parecía inconcebible, pero mi reacción se encontraba con dos actitudes: una simulaba que esa relación era estrictamente personal y, en consecuencia, no debía ser ni siquiera mencionada, que merecía respeto y todo eso; la otra simulaba que Norma Reyes estaba también a cargo de esa relación, pues le servía para obtener información del bando contrario. La verdad era todo lo contrario...

La jefa tenía también un hermano menor que estudiaba comunicación, lo que equivalía, nomás para ellos dos, a ser "experto" en la materia -un "experto" incapaz de escribir una simple nota informativa con toda la materia prima, pelada y servida, pero no incapaz de firmar la nota que no podía escribir-, y cuando ella tomaba la palabra en tribuna con su intervención previamente escrita (por supuesto, por otro), yo me preguntaba en serio si esa mujer habría terminado la primaria.

Había una simbiosis entre la oficina de gestoría y el PRD local que hacía demasiado turbia la propuesta de mi incorporación, así que hablé con Saúl por teléfono y, luego de preguntar qué decían Los Hermanos Rincón, me sugirió esperar a que pasaran las fiestas de navidad y año nuevo para que nos viéramos en la Ciudad de México, donde sus respuestas enturbiarían un poco más la proposición, además de poner en evidencia que seguía habiendo resistencia por las otras partes a reconocerlo como presidente del PRD en el estado. Si algo estaba claro era que Chiapas entraba en una fase bastante crítica para que yo la desatendiera por un trabajo burocrático en el PRD local, que ni siquiera existía realmente, pues seguía siendo proyecto y tenía pésimos precedentes. Me apersoné en la toma de posesión de Saúl, que fue toda una concurrencia de personalidades y señales simbólicas, y aproveché para hablar con Norma, quien me aclaró por fin que la vacante en comunicación social era de la oficina de gestoría y no del PRD, que apenas empezaría una vida formal, y planteó, entre otras posibilidades, las de fundar un periódico y comprar una estación de radio; dejó mañosamente para después la definición de mi sueldo que, según ella, sería una "ayuda", a lo cual respondí que, tratándose de "ayudar", lo haría en mi tiempo libre y sin cobrar, si acaso me quedaban fuerzas para eso en Chiapas. Advertí que ella, ni por asomo, era una mujer inteligente y, mucho menos, preparada, pero creí que al menos era honesta y nunca me perdonaré...

Las coincidencias fueron tantas y tan grandes que parecerán increíbles: Desde la aparición del EPR, la policía secuestraba gente a la que interrogaba por sus presuntos vínculos con esa guerrilla; en cuanto llegué, un estudiante fue secuestrado y Norma pensó automáticamente (si acaso eso es pensar) en publicar un desplegado, como acostumbraba, oportunidad que me propuso, entusiasmada; le contesté que, para denunciar un secuestro, existían los boletines y las conferencias de prensa, que el gasto en inserciones pagadas era absurdo por innecesario y oneroso; entrevisté al estudiante secuestrado y luego liberado, un chavo inteligente y sencillo que vivía en la Casa de Estudiantes, creo que de Juchitán, en Oaxaca de Juárez; para el caso, resulta lo mismo si era de la COCEI o del PRD o de ambas organizaciones, entre las que también existía una simbiosis; las preguntas que le hicieron trataban de vincular a Héctor Sánchez con el EPR. Por esos días, se apersonó en Oaxaca Nuria Fernández, que presidía la Comisión de Derechos Humanos del "PRD nacional" (o sea, el CEN) para hacer una visita de observación a Loxicha, en la que participé como periodista; la "corresponsal" de Radio Educación en Oaxaca había hecho una huelga de hambre a las afueras del Congreso local porque la discriminaron en la repartición de chayotes y su actividad diaria comenzaba en la Procuraduría local, desde donde enviaba como nota informativa, sin cambiar ni una coma, el boletín de prensa "correspondiente"; esa "corresponsal" tardó un año en visitar Loxicha después de que yo aprovechara la oportunidad y enviara el primer reporte periodístico -no boletín policíaco- al respecto publicado por los noticieros de Radio Educación.

Además de mi colaboración con Radio Educación (que fue la primera desde Oaxaca, pues antes había hecho una desde Chiapas, anunciando los diálogos de San Andrés), le propuse al semanario Contrapunto, cuyo formato era el de un dossier, dedicar el próximo número a Loxicha; llamé al director, que además era corresponsal de Reuters en Oaxaca, Rashy González, y le dije: "Habla Iván Rincón; espero que ya tengas referencias mías, porque vamos a vivir juntos". Contestó que planeaba dedicar el siguiente número del periódico al tema del agua, pero tomó nota de cómo pensaba yo dividir el tema de Loxicha, qué espacio dedicar a cada subtema, etcétera, y cambió de idea; sugirió que yo coordinara ese trabajo con la jefa de información, Aleida Gaspar, que era su novia, y escribiera la mayoría del texto. No obstante ser egresada de la Escuela Carlos Septién, la mujer se dejó impresionar y seducir por un estilo de periodismo que rompía todas las reglas y se limpiaba el culo con ellas, así como por una personalidad impetuosa que entregaba la vida en unas horas, aunque después requiriera de años para recuperarla; terminé escribiendo más de lo acordado en tres días y dos noches sin dormir, esfuerzo concentrado que nos acercó y unió, tanto en el ámbito profesional como en la identificación de nuestros valores. Con vertiginosa proyección, Aleida y yo acordamos trabajar juntos a partir de allí: nos agenciaríamos algunas corresponsalías, rentaríamos una casa, en donde viviríamos los dos, instalaríamos una oficina de prensa y la convertiríamos en agencia de información alternativa o periodismo de investigación. Mi relación con ella, que aparentaba una gran fragilidad y era sumamente sensible, aunque tenía un carácter más fuerte que el de Rashy, causaba fascinación, admiración y asombro entre quienes la conocían, presenciaban, atestiguaban... Si Rashy sintió celos en algún momento, los disimuló bastante bien; antes compartiríamos un departamento él y yo con Marcos, el hermano menor de Norma.

Así comenzó un efímero idilio con Oaxaca: la oficina de gestoría, el PRD local y en particular su brigada, la gente de Loxicha, el semanario Contrapunto, la Limeddh, el despacho jurídico de Israel Ochoa, uno que otro reencuentro... ese idilio terminó cuando volví para quedarme y Norma, que había frustrado mi trabajo inclusive desde antes, se libró de mí en la primera oportunidad; Héctor Sánchez la echó de su oficina después y se acabó la historia. ¿Qué? ¡Ni madres! Ahora sigue lo grueso y peludo.

(Continuará...)

[] Iván Rincón 9:58 PM

Enero 21 de 2010

Juchitán y el agente interno

(Décima parte)

Dejé las cosas que no eran mías dentro de un baúl para protegerlas del lluvioso abandono y, a mi regreso de Juchitán, no traje más que desgaste físico y frustración profesional (luego de la censura en Tobi ne Tobi, había fracasado en el primer intento de que Proceso publicara algún texto mío, además de la "carta resumida" que respondió, junto con muchas otras, al "reportaje" mercenario de un tal Elías Chávez, golpe bajo a la COCEI con el que la revista más importante del país en términos periodísticos y políticos perdió credibilidad y tardó años en recuperarla). Personalmente, me seguía y perseguía la sensación de que había salido huyendo, no solo por la pérdida exasperante de tiempo, sino también por el peligro que, según las señales captadas por el instinto, amenazaba mi vida. La amenaza del jefe Deyo era solo una enésima repetición de lo que, significativamente, escuché por primera vez cuando fui huésped de Mao, un día que llegué al amanecer y me preguntó en dónde había pasado la noche; le dije que salí a mitad de una vela para dormir en el asiento trasero de un coche. "Pinche Iván, en una de esas te van a matar", auguró. ¡Cálmate! ¿Quiénes me van a matar y por qué? Esa primera amenaza con disfraz de advertencia buena onda me pareció paranoica, desproporcionada y fuera de lugar, sobre todo viniendo de alguien a quien había visto desenvolver un revólver y ponerlo bajo el asiento de Héctor Sánchez en el plantón de la COCEI frente al palacio municipal un año antes; conociendo su estilo, supongo que Mao lo hizo con el contradictorio cálculo de que no pasara desapercibida su "discreción", al menos por mí. Después vendrían muchas otras, incontables advertencias histéricas: la de una empleada inmensa y mensa de Ra Bacheeza cuando bajé de un taxi a plena luz del día en la Séptima Sección; la de nuestro mecánico de cabecera: "Si Deyo no te protegiera, ya estarías muerto". ¡Cálmense! Pinches exabruptos sin más estímulo que el miedo, sin otra motivación. ¿Existe algo superior al miedo en irracionalidad? Inclusive la ira es menos irracional, cuando no esconde un miedo mayor detrás. Personajes como Ricardo Dorantes son tan cobardes que solo salen a la calle armados hasta los dientes y andan siempre escoltados. Héctor Sánchez no es muy diferente; cuando fue senador y trabajé para él (más bien para quitar al PRI del gobierno), andaba escoltado siempre por dos agentes de la policía judicial, a quienes teníamos que tolerar cuando el jefe tomaba posesión de su oficina de gestoría en Oaxaca y los guaruras sacaban la pistola hasta para destapar un refresco; yo no podría vivir así ni un día; en Juchitán andaba solo, aunque después me enteré de que la esposa en turno del jefe Deyo le había pedido a Nacho cuidarme sin que nadie lo viera; en el Distrito Federal recorrí, con atajos y desviaciones, la ruta de la muerte, solo, porque si me dejaba acompañar por alguien que no sabía cuidarse y defenderse, mi única seguridad era que nos romperían la madre... El miedo no plantea más que incertidumbre, y lo cierto es que las agresiones cotidianas durante mi última semana en Juchitán me transmitieron un mensaje como consenso de que no era querido allí, de que era más bien un visitante non grato, detestado, aborrecido, repudiado, y tal vez, aunque inconcientes, las amenazas tuvieron un efecto acumulativo, por su parte, no menos inconciente. Volví a la Ciudad de México además con una carga de melancolía y soledad que me deprimía sin saber por qué, y en un esfuerzo de tres o cuatro meses por interpretarla y comprenderla me cayó el veinte de que era el rastro de tristeza que deja en cualquier human@ sensible -y algunos seres irracionales, como las madres mamíferas cuando las separan de sus crías- la ruptura o distancia sin ruptura con algo que se quiere, se ama, se entraña, se lleva en el alma... a pesar del rechazo.

A la "sucesión de calamidades", que me hicieron sentir un apestado en Juchitán, siguió una serie de afectuosas expresiones de mujeres que levantaron mi autoestima. No es gratuita ni fortuita la coincidencia de que las agresiones cotidianas fueran todas masculinas y las demostraciones de afecto sean femeninas; su causalidad se explica por sí sola. Todavía en Juchitán ocurrieron varios hechos simbólicos, de los cuales destaco aquí dos, por significativamente representativos.

Una vez llamó a Ra Bacheeza mi mamá, preguntando por mí -¿por quién más?-, pero yo no estaba allí; le contestó la esposa del jefe Deyo y le dijo que yo era muy querido en Juchitán, sobre todo por su familia y sus empleadas, y me daban el mejor trato posible para que me quedara a vivir allí; tuve conocimiento de esa declaración telefónica hasta que hablé con mi mamá en corto. A la esposa en turno del jefe Deyo no he podido llamarla por su nombre, no por falta de respeto, sino porque simplemente no lo recuerdo. Al escribir esta serie y advertir otras lagunas en la memoria, también advierto que mi amnesia tiene algo de misógina, y especialmente con ella nunca sentí que hubiera un lazo afectivo, así fuera inasible o imperceptible, en primer lugar -que también es el último, como causa y efecto de un ciclo- porque ella siempre me llamó "joven Iván" (lo más próximo a decirme "señor", "don Iván" o "licenciado"... esto último sería el colmo) y me habló de usted, antes de que yo entendiera que ese trato en general y el ustedeo en particular sirve para guardar distancia; en segundo lugar, me disgustaban sus ínfulas de gran señora, patrona prepotente y mandona, más altanera que altiva, y tampoco toleraba su intolerancia inconsecuente al alcoholismo del marido. ¿Por qué vive con él, entonces? -me preguntaba yo, y otro yo me contestaba que, a los 27 años de edad, le daba su juventud a Deyo (que tenía 53 años, o sea, casi el doble), a cambio de compartir la solvencia material avariciosamente acumulada por él hasta entonces. Cuando la COCEI hizo una farsa llamada "congreso estatal del PRD" en Oaxaca, Deyo me ofreció su casa en la capital del estado, pero ella se opuso y la disculpé; lo que no disculpé fue su propósito de humillar del ante mío a la pequeña hija que tenía en común con Deyo, porque logró ese propósito con creces, tanto que la niña se deprimió sin llanto, al menos visible; quizá lloró por dentro, como hacemos los de naturaleza rencorosa. Por lo demás, aunque también tuvo gestos chidos, como borrar la cuenta de mi consumo en Ra Bacheeza durante mayo (evidentemente, era menos agarrada que su marido), creo que nunca hubo razón alguna para sentir afecto recíproco.

En cambio, una mañana que desperté enlodado en la carcacha prestada, no sé de dónde me nació visitar a Héctor Sánchez y su esposa Lilia, mis primeros anfitriones en Juchitán, quienes me dieron alojamiento en su casa dos veces consecutivas que sumaron casi un mes; quizás estaba cerca de allí esa mañana... Me recibió Lilia, notoriamente sorprendida por mi visita, y al salir Héctor al comedor, ella murmuró a su oído: "Está Iván en la sala". Él también reaccionó con sorpresa, más por mi aspecto de náufrago que por la visita; le dije que había estado en una vela con Saúl Vicente, que llovió y atravesé charcos y pantanos de lodo, camino al carro; no le dije que si él hubiera sido buen presidente municipal yo no estaría enlodado. Con actitud de hombre-que-sale-de-casa-rumbo-al-trabajo, típico político, no perdió tiempo conmigo y me dejó una ligera sensación de que no le había gustado mi visita, que más bien le disgustó, a pesar de que tampoco era muy juchiteco ponerse quisquilloso por algo de lodo en la ropa. "No parece que vinieras de una fiesta, sino de la guerra", dijo. Quizá Lilia también tenía trabajo, pero me despidió así: "Ven cuando quieras a platicar y tomar café, a comer con nosotros, a bañarte, aunque no esté Héctor, y llama por teléfono si necesitas algo; si quieres hablar con él, llama antes". Paradójicamente, nunca volví, aunque me llevé esas palabras en la memoria como un regalo.

En octubre de 1994, al pasar por Juchitán con la caravana de la CND, confirmé que, lejos de ser un apestado, yo gozaba de confianza, cariño y respeto en ese lugar que, valga la cursilería, late dentro de mi pecho y permanece en mi corazón como el eco del mar en un caracol; principalmente, Nuria Fernández atestiguaba entre asombrada y sorprendida el trato que me daban. Estuvimos allí unas horas, en las que me sentí más cerca de Lilia que nunca antes, inclusive que en la época de mis primeras visitas, cuando fui su huésped. "¿Cómo estás?" -me saludó alguien, a quien respondí: "Estoy asquerosamente sobrio". Entonces Lilia, con su característica franqueza, comentó: "Es que Iván, siempre que viene a Juchitán, se mantiene permanentemente borracho".

Óscar Cruz y Feliciano se apersonaron en la recepción a la caravana frente al palacio municipal, y los ignoré olímpicamente, hasta que Óscar forzó un saludo que Feliciano secundó, preguntándome si llegaría yo hasta la selva. "Luego me platicas cómo te fue", dijo, y no supe si eso era hipocresía o demencia, una vez trastornado por un poco de poder que se le subió a la cabeza y lo desbordó; a pesar de mi incredulidad, resultó que su actitud no era hipocresía ni demencia, sino por el contrario, que Feliciano había vuelto a ser el de antes (con menos cabello, como yo, y peinado hacia atrás con gomina, como capo de mafia siciliana), que había recuperado la salud mental y la sensibilidad artística y bohemia, pero yo tardaría tres años más en aceptar semejante milagro.

Regresé a Juchitán en septiembre de 1997 con la primera caravana zapatista, rumbo al Distrito Federal, o sea, en sentido opuesto a la anterior y, mientras hacía fila para estacionarse, bajé desesperadamente del camión a que circulara la sangre por mi cuerpo; caminé hasta el frente a la entrada de Juchitán, donde me encontré con Feliciano (ahora era él quien parecía estar en todas partes, como si tuviera el don de la ubicuidad); antes había coincidido un plantón de la COCEI frente al palacio de gobierno en la capital del estado con los días que trabajé para la oficina de gestoría de Héctor Sánchez como senador por Oaxaca y, a pesar de las evidencias, seguí resistiéndome a creer en el retorno de Feliciano a la normalidad, pero cuando llegué a Juchitán con los zapatistas, no tuve más opción que rendirme ante los hechos.

-¿Todavía trabajas en Oaxaca? -me preguntó y le contesté que no, que había vuelto al periodismo y trabajaba en Chiapas.

-¿Ya comiste? -preguntó de nuevo y contesté que no, de nuevo.

-Adentro hay comida que prepararon las compañeras para la ocasión -me dijo-. Si tienes hambre, pasa a que te den de comer.

-Gracias -respondí-, pero esa comida es para los delegados del EZLN, supongo.

-Sí, es para ellos y para ti... las compañeras ya te conocen, pero si quieres te acompaño.

-Gracias en serio, pero mejor no...

Preferí no atribuirme ese privilegio y, cuando la caravana terminó de estacionarse, once horas después de nuestro arribo, fui a cenar con mi compañera de viaje, una chicana cuarentona, budista y vegetariana, que hablaba un castellano insuficiente y con acento gringo. Ra Bacheeza ya no existía, así que fui con ella al Rincón Brujo, en donde volví a encontrarme con Feliciano y ahora también con Saúl Vicente, quien recordó el trío que habíamos formado ocho años antes como si hubiera ocurrido hacía una semana: "Ya estamos otra vez los tres para hacerla de nuevo", dijo. Aquella había sido una velada bohemia que, además de inolvidable, quedó grabada en un casete; era la última noche de mi segunda estancia en Juchitán y yo regresaría después de un año, con el pretexto del primer informe de gobierno municipal, lo cual ameritaba cantar y beber hasta que amaneciera o nos echaran de Ra Bacheeza, lo que ocurriera primero.

En otra mesa del Rincón Brujo, la esposa de Julio Bustillos -a quien debería recordar por su nombre y no por ser la esposa de Julio Bustillos, ¡qué vergüenza!- departía con Ofelia Medina y compañía. Bustillos era dueño de ese bar y fundador del Foro Ecológico, pero no estaba presente aquella noche, para fortuna mía, pues nunca me cayó bien y, unos años después, vencido por el alcoholismo que no podía controlar y abandonado por su mujer, se suicidó... Feliciano se acercó a nuestra mesa y murmuró en tono de íntima complicidad: "Iván, no te vayas, voy por la guitarra". Al regresar, tomó asiento con nosotros y Saúl, pero la esposa de Bustillos nos invitó de inmediato a su gran mesa, que triplicaba la nuestra; más que anfitriona, ella era la diva de la noche, pues su codiciada belleza crecía cuando cantaba, y yo, ocho años después de iniciado mi romance con Juchitán, no conocía esa magia que dejó literalmente boquiabierto al séquito lésbico de Ofelia Medina. Supongo que, si la escuchara, sin verla de cerca, su canto no tendría el mismo efecto de seducción subliminal; lo seguro es que era la diva de la noche, pues además había un mural en el patio del bar, con ella en primer plano, imagen que la hacía parecer mulata y significaba otra novedad, al manos para mí. En esa atmósfera intimista de cálida bohemia, Ofelia Medina observaba, cada vez más intrigada, la familiaridad con que nos tratábamos, hasta que hice un comentario -uno más, entre muchos otros- sobre la canción que había interpretado Feliciano en español y diidxazá ("Regresa, paisano, al pueblo / vuelve a la tierra que ayer dejaste"), y no pudo ya resistir la tentación de preguntar: "¿Qué tú eres de aquí?" Antes de que yo respondiera con un simple no, la diva de la noche -para no seguir llamándola esposa de Julio Bustillos, ¡qué vergüenza!- dijo: "No es de aquí, pero como si lo fuera, porque lo adoptamos y lo queremos como uno de los nuestros, no uno más, sino de los mejores, además". Ofelia Medina quedó nuevamente de a cuatro, y yo también, pues no sabía que esa mujer tuviera semejante concepto de mí, ni lo imaginaba siquiera; lamento no haber grabado la velada, como hacía en mis primeras visitas, y tampoco saber si lo soñé o realmente agregó que no me había quedado a vivir con ellos, pero seguirían intentándolo hasta lograrlo. Ofelia Medina, en cambio, creyó durante años que yo era "oreja de Gobernación" o algo así; es tan inteligente la pobre que probablemente lo sigue creyendo. A diferencia de Natalia Toledo, por ejemplo, que resulta francamente insoportable cuando bebe, Ofelia Medina se relaja, sonríe y ríe, bromea y canta, cuando se echa sus tragos, y entonces no solo es más tolerable, sino inclusive agradable, o sea, su propia antítesis.

Con la segunda caravana zapatista, Chente y yo nos reencontramos en San Lázaro siete años después de la ocasión anterior en el Centro Histórico, y volvimos a ser amigos, entre muchas razones, porque lo sentí avergonzado por la censura en Tobi ne Tobi, y distante al triunvirato reformado (que incluyó a Archila y lo excluyó a él); porque, además de rencor, yo guardaba y guardo agradecimiento por el alojamiento que me brindó en su casa una vez, que su esposa Lilia me regaló una camisa, por cierto, y también porque ella asumía la amistosa tarea de que nunca me faltaran invitaciones a las velas mientras estuviera en Juchitán; Chente y yo volvimos a ser amigos porque, a más de una década tuerca y terca de habernos conocido, podíamos emborracharnos por primera vez y me pareció que atravesaba por una crisis de soledad, quizás inconciente (la monogamia no es precisamente saludable cuando el trabajo separa en espacio y tiempo a una pareja); volvimos a ser amigos porque, así como yo reconocía sus méritos intelectuales y profesionales, él parecía reconocer los míos; de hecho, debo reconocer también verdaderas cátedras acerca de la naturaleza o vocación comunitaria de la cultura zapoteca y su aspecto lingüístico (pasión y especialidad, respectivamente), por ejemplo, sobre el origen y el significado del nombre de Juchitán; ilustrativas pláticas acerca de las velas, el matrimonio, el matriarcado (más bien el mito, porque de matriarcado pura madre o ni madres), la muerte... Algunos de esos temas los he tratado en algunas revistas y especialmente una monografía sobre Juchitán hizo que mi principal referencia profesional fuera la revista Estrategia, para la que solo escribí dos veces, pero vendí una diez suscripciones en Juchitán, entre otros, a Feliciano y Chente. Además de lo aprendido, es personalmente agradecible que alguien comparta su conocimiento sin ínfulas de sabio ni de ninguna especie y, por el contrario, lo distinga tanto la sapiencia como la sencillez provinciana, la accesibilidad amena y alivianada... Quizá no volvimos a ser amigos, pues nunca dejamos de serlo.

Finalmente, aunque Chente y yo reconocimos también nuestras diferencias, después de vernos dos veces más, ahora en Coyoacán, hablar por teléfono y escribirnos, me convenció de volver a Juchitán con el primigenio fin de escribir sobre las velas y sobre las costumbres y tradiciones, los ritos y rituales, en torno a la muerte, el concepto de ésta en la cultura del pueblo zapoteca o su visión cosmogónica, temas a los que agregué, como objeto de exploración antropológica, el de las taberneras, un fenómeno social aún inexplorado, y dos investigaciones periodísticas apenas iniciadas en la época de Tob ne Tobi: el tráfico ilegal de inmigrantes y la Rata Picuda. "Te hospedas en mi casa", agregó Chente al acuerdo y, una vez asumido, llamó por teléfono celular a Juchitán y me comunicó (en la Cineteca Nacional, por cierto) con Lilia; entonces escuché una voz de mujer que me decía cálidamente al oído: "Aquí te recordamos con mucho cariño, Iván, y tienes las puertas abiertas para cuando quieras regresar".

No lo hice, por problemas de salud en los que sigo atrapado; tuve que dejar de beber y ya cumplí dos años desde la última recaída. ¿Cómo podría volver a vivir la experiencia dionisíaca de las velas, con toda su fuerza telúrica, tan liberadora que aterra, sin beber? Quizá con alguien más, que beba por los dos, aunque no creo que sea bien vista esa evasión; parecería una burla. ¿Cómo podría explorar el mundo también espirituoso y nocturno de las taberneras, en el universo llamado Juchitán, sin beber? Quizá la única opción sería más bien la última: regresar para encontrarme, ahora sí, cara a cara y de una vez, con la muerte.

[] Iván Rincón 2:07 PM

Enero 17 de 2010

Juchitán y el agente interno

(Novena parte)

Aunque un trato no es lo mismo que un contrato, pues el primero es verbal y el segundo es escrito, Deyo decía que me había contratado; yo cumplí mi parte y él no cumplió la suya; lo primero que desconoció del acuerdo fue mi sueldo, aunque era ínfimo, raquítico, ridículo... "No hay dinero -decía- porque el periódico no se vende y los anunciantes no pagan", como si tuviera que atenerme a las finanzas de Tobi ne Tobi. "Eso me vale madres", le contestaba, y le recordaba una y otra vez el compromiso, hasta que aflojó, después de mucha insistencia mía, desproporcionada para algo tan pequeño en términos materiales, demasiada para mi salud y la de nuestra relación. Cuando le propuse tiempos entre actividades para su enseñara y mi aprendizaje de la llamada lengua nube, me contestó: "En vez de clases, te voy a dar un consejo: consíguete una mujer, porque el zapoteco no se aprende, se mama". Y en este caso, no insistí (Chente había tenido mayor disposición al mismo fin, sin salir con esas mamadas y con la diferencia de que ahora es una de las máximas autoridades en la materia). El alojamiento en casa de las tías tampoco respondía a lo acordado, porque solo podía dormir allí de noche si llegaba antes de las nueve, cuando ellas atrancaban la puerta por dentro y se echaban a los brazos de Morfeo, Morbonito o Morbo con sueño. Además, como esas tías eran unas ancianas decimonónicas, no concebían que un hombre y una mujer durmieran en el mismo cuarto si no estaban casados y, aunque el cuarto era enorme (del tamaño de un departamento), aprovechaban que yo pasaba la noche en Ra Bacheeza para negarme alojamiento cuando había presencia femenina. Deyo fingía vergüenza por esta situación, pero nunca hizo nada para evitarla. Nomás la comida en Ra Bacheeza cumplió con lo acordado, aunque las meseras y cocineras daban atención preferente a la clientela (en un razonamiento invertido, pero igualmente válido, yo también era cliente, pues pagaba mi comida con trabajo) y, un día que invité a comer a Mavis, con el entendido obvio de que invitarla era pagar su consumo, las empleadas nos dieron un tratamiento de segunda y ella salió de allí ofendida.

El acuerdo era dedicar dos meses a Tibi ne Tobi para publicar cuatro números y así fue, eso hice, pero contando mayo, el mes de las velas, y descontando una escala defeña de seis días, tenía tres meses en Juchitán; durante el primero, aunque fue vacacional, hice una colaboración con el periódico, por cierto. Una vez ocurrida la censura y cumplida mi parte (inclusive de más, pues mi asesoría y colaboración mínima con el programa de radio no era obligatoria), ya no tenía nada qué hacer en Juchitán, además de esperar a que Deyo terminara de pagarme, y se lo dije, pero volvió a resistirse, como cuando llegué, pues ese aspecto de su personalidad tiene como principal valor el dinero, por encima de la incipiente amistad y el compromiso profesional. Cuando le cobraba, de nuevo con una insistencia desgastante, Deyo respondía que no me preocupara, que podía seguir alojado en casa de sus tías (como si no supiera que allí se alojaban mis cosas y yo iba nomás a dormir un rato y bañarme) y seguir comiendo en Ra Bacheeza.

Obligado por las circunstancias, sin prever que Deyo nunca me pagaría la última quincena, permanecí una semana más, que no me sirvió para descansar y reponerme de la chinga de tres meses, pues fue pura tensión, una tensión nueva y personal, muy distinta a la que vivió Juchitán durante el último regreso de Víctor Moro, en los días inmediatamente anteriores y posteriores a su muerte. Mi última semana en Juchitán, que pasé la mayor parte del tiempo en Ra Bacheeza, fue de agresiones gratuitas y cotidianas a mi persona; sin excepción, diario llegaba alguien a buscar pleito conmigo y nunca llegó nadie solo; llegaban por lo menos de dos en dos y, aunque sus provocaciones y bravuconadas no pasaban a mayores, es decir, a los golpes, no obstante que tampoco me amedrentaban, yo paliaba esa tensión, emborrachándome todos los días y sus respectivas noches, así que el desgaste fue triple: la ebriedad sin tregua, las sucesivas desveladas y las reminiscencias de la tensión, dieron continuidad a una temporada intensa por las velas de mayo, por "descansar" del trabajo -de por sí agotador- unas horas en el suelo y otras en hamaca, y porque, antes de la crisis llamada Víctor Moro, los dos meses que dediqué a Tobi ne Tobi coincidieron con una crisis de otra índole: tres semanas de lluvia continua que desbordó el Río de los Perros, causó inundaciones catastróficas y escenas tan surrealistas como las atarrayas de los pescadores a orillas de la carretera, en donde atrapaban a los peses; las casas más cercanas al río quedaron cubiertas de lodo, que sepultó a personas, animales y árboles; a otros seres vivos se los llevó la corriente de agua que, además de la destrucción, dejó a su paso una pestilencia enfermante, sobre todo para niños y ancianos.

Por lo visto y vivido en carne propia, si algo hace de Juchitán un lugar intenso es su abundancia: la de consumo etílico, más que ninguna otra, sobre todo cervecero; la de sus mujeres, que abundan en tamaño y carácter, más que por la presencia mayoritaria que aparentan; la comida en grandes cantidades y de calidad no podría quedarse atrás, ni la distintiva y tradicional disposición a compartirla, por la cultura comunitaria de la región y su generosa hospitalidad; abundan las fiestas, cada una con su propia plétora multitudinaria de excesos dionisíacos; la suciedad es lógica y consecuente, pero secundaria, no un factor cultural de indolencia como legado ancestral, y la violencia también se produce a granel, aunque no es lo principal ni exclusiva de Juchitán. Regido a veces por la tiranía del caos o algún dios igual de sádico y demencial, algún Tláloc desquiciado por tanta borrachera en la que no es convidado, el Istmo oaxaqueño soportó aquel diluvio como un caso trágico de abundancia, un desastre no menos cuantioso. Cuando visité Xadani para conocer de cerca los estragos de la lluvia sustantiva en una zona marginal, descubrí que, para colmo de abundancias, los pechos de sus mujeres son inmensos, como en ningún otro lugar del mundo, hasta donde he visto en libros y revistas, documentales y cine de ficción; son tan exuberantes esos pechos que ninguna mujer usa sostén porque obviamente no existe de su talla; con las blusas empapadas, con los huipiles en aguas, los frondosos torsos femeninos de Xadani estaban próximos a la desnudez que, durante alguna época lejana, escandalizó a las pudibundas conciencias españolas, como es mundialmente sabido.

Las tres semanas de lluvia ininterrumpida fueron especialmente agotadoras para mí porque, además de visitar Xadani y el ejido Emiliano Zapata, a donde llegué caminando con el agua hasta el ombligo, cuando el camión que me llevó junto con un equipo de rescate y ayuda humanitaria urgente quedó varado en la entrada, recorrí los albergues de Juchitán y me invadió de pronto una gran vergüenza por quitarle tiempo a la gente que los atendía; entonces decidí atender también la exigencia de un regidor que nunca había tenido la confianza de hablarme y, mucho menos, en tono imperativo: "¡Súmate a las labores de auxilio y deja tu periodismo un rato!"

Archila, quien me recibió con el simbólico gesto de preguntarme si quería una cuba y mandó a su chalán a comprarla cuando le dije que sí, creyendo que tenía un pomo por ahí, expresó una íntima frustración que evadía la derrota moral ante la obligada inmovilidad de su cuerpo mutilado en una situación que lo requería completo. Deyo, por su parte, aprovechó la ocasión para enfermarse y cayó en cama; a los 53 años de edad, creo que era el más viejo del ayuntamiento, pero nadie lo disculpaba, así reportara su indisposición.

Por un momento creí que yo también quedaría fuera de combate, cuando bajé del camión al regreso del ejido Emiliano Zapata y sentí que las reumas no me permitirían caminar del palacio municipal a Ra Bacheeza, que estaba a unos pasos, pero fue necesario un esfuerzo ingente para darlos; llegar a casa de las tías y bañarme habría sido menos difícil y más recomendable para mi salud física, aunque no para mi conciencia y mi vocación de sacrificio, por no decir martirologio; en Ra Bacheeza me quité los zapatos y bebí mezcal descalzo (reposado) hasta entrar en calor, mientras el inmaculado Víctor de la Cruz se preguntaba qué hacía alguien como Archila en la Regiduría de Cultura; "no está allí por méritos propios, sino por ser gente de Héctor Sánchez, que sigue ordenando en el ayuntamiento quiénes deben estar y en qué puestos", decía De la Cruz con fingida indignación, sin considerar ni remotamente la posibilidad de ayudar en algo, además de grillar en estado inconveniente, o sea, excepcionalmente sobrio. Quizá, por el contrario, cuando me quité los zapatos, dejé escapar un tufo embriagador, un hedor embriagante, y de ahí que don laureado escritor, hijo pródigo de Juchitán, desinhibiera sus personalísimas y habituales especulaciones ebrias de una política existente solo en su imaginación intoxicada con más envidia que la de Archila; entre las amarguras de aquellos días de lluvia, prefiero la melancólica frustración de Archila y su intimista sinceridad a la ponzoña grillesca de Víctor de la Cruz, pretendido intelectual en su torre de marfil que más bien parecía un francotirador en su atalaya.

Chente, su esposa Lilia y Mavis, en cambio, llevaron a cabo la titánica tarea de acondicionar la Casa de la Cultura como albergue provisional; cuando fui a mitad de la noche, ellas dormían sobre un escritorio cada una, y él me platicó en voz baja la jornada; Lilia estremeció de frío, dormida, y Chente la abrigó amorosamente; Mavis imitó dormida la queja de Lilia y, al ver que él no tenía la misma atención con ella, la tuve yo, afectuosa y cariñosamente, a falta de su marido; él guardó entonces un cauteloso y prudente silencio. Chente es el único hombre monógamo que he conocido, y yo tengo de monógamo lo que Archila tenía de periodista. Supongo que Chente no percibe todavía sus propias diferencias con Víctor de la Cruz, a quien admira y tiene como paradigma o ejemplo a seguir, aunque el alumno superó en todo al maestro desde hace mucho... quizá desde que nació.

Esa noche de símbolos, decía, hice a un lado el periodismo y me dediqué a llevar café de Ra Bacheeza al palacio municipal, una y otra vez, hasta el amanecer; la empleada más longeva lo hacía en grandes cantidades, mientras yo lo llevaba caminando y regresaba corriendo por más; no faltó quien reconociera la energía y la vitalidad juveniles de las cuales gozaba y daba muestras a la edad de 28 años, más por determinación y coraje que por una extraordinaria condición física, y las cuales ahora son gloria pretérita, como diría Monsiváis, si le quedara un ápice del ingenio que ahora es gloria pretérita.

El temporal que asoló al Istmo oaxaqueño, tanto como a la costa, y terminó de joder a los jodidos, como suele ocurrir (ahora en Haití), habría causado un desastre bíblico de no ser por la movilización solidaria de la gente, inclusive más allá de sus límites, como sucede también en tiempos de guerra y tuve la desgracia de comprobar unos meses después en Chiapas. Un colega me felicitó por el reportaje que publicó Motivos a propósito de aquel diluvio y le contesté que ese reportaje era la síntesis de una serie publicada en Tobi ne Tobi, así que me pidió los números correspondientes del periódico y, después de leerlos, espetó: "¡Qué pendejo eres! Cualquiera en tu lugar hubiera buscado un premio de periodismo por tu cobertura de las lluvias y seguro lo habría conseguido". Efectivamente, yo era un pendejo y sigo siéndolo por subvaluar mi trabajo y creer que en Juchitán lo sobrevaluaban. Otro colega, en este caso de La Jornada, fue testigo de mi desgaste por la mezquindad inconcebible de Voz Pública durante la ofensiva militar del gobierno federal en Chiapas y me dijo: "Te peleas por un estanquillo cuando deberías ser dueño de todo el mercado".

Como personaje de cualquier bodrio dirigido por Arturo Ripstein, yo solo esperaba que Deyo me pagara la bicoca de 500 pesos por la cuarta quincena de trabajo para largarme de Juchitán y, mientras tanto, resistía estoicamente las agresiones y provocaciones diarias, cotidianas, sin atribuirlas en general a nadie ni a nada en particular, sino más bien a la casualidad, sin considerar probable ninguna posible causalidad: la policía municipal, Óscar Cruz y Feliciano, la Rata Picuda, el periódico Enlace, algún marido celoso... preferí creer en una coincidencia fortuita de enemistades intrascendentes y gratuitas, una "sucesión de calamidades" (Anne Rice dixit), eso que los supersticiosos llaman suerte; hasta que uno de los agresores resultó que no actuaba por cuenta propia, sino empujado por el grupúsculo mafioso del INEA, cuyo "jefe de comunicación social", un yuppie muy joven, alto, flaco y blanco, asumía como principal misión en la vida corromper a cuantos periodistas se dejaran, y yo lo había invitado a que mejor nos rompiéramos la madre, pero su patrón asumió una intermediación conciliadora; ese grupúsculo se apersonó por enésima vez consecutiva en Ra Bacheeza y tomó posesión de la palapa; yo platicaba en otra área con un fulano enorme que tenía fama de invencible en Juchitán, cuando el empleaducho pasó junto a nuestra mesa y me dijo: "Ven a saludar para que te rompamos la madre". En una ida al baño, fui a saludar para que vieran cuánto miedo les tenía, y el cobarde intentó echarme, como perros o gallos de pelea, a dos juchitecos tranquilos que bebían en la palapa, tolerando al grupúsculo, y le dieron a entender que no tenían nada contra mí y, si él insistía, le romperían la madre.

-¿Por qué no te armas de huevos y te avientas el tiro tú? -le pregunté.

Unos tragos más tarde, se acercó a nuestra mesa con la finta de un saludo el patrón del grupúsculo, que era un chaparro y estaba evidentemente borracho; cuando me levanté, un bravucón moreno y corpulento dijo, señalando mi cara con su dedo: "¡Si vuelves a pegarle a un jefe de departamento, te rompo la madre!" Y, antes de que yo pudiera preguntarle departamento de qué edificio, lanzó un puñetazo que apenas me tocó el mentón, pues el alcohol no había mermado mis reflejos, y luego una patada a los bajos, que tampoco logró su objetivo, pues la detuve con la mano. Mi compañero de juerga esa noche se levantó con tal rapidez que impresionó a más de uno; por allí andaba también Nacho, que había llegado temprano y no tardó en hacer su propia intervención; el resto del grupúsculo se arremolinó en defensa de su patrón, y el agresor quedó atrás de todos, haciendo un berrinche, pues el cobarde "jefe de comunicación social" le había lavado el cerebro con alcohol; el conato de pleito no pasó a mayores, se quedó en ciernes, gracias al papel conciliador del patrón, a quien acusé de farsante y, sin temor a exagerar, me pareció que estaba a punto de llorar.

Al día siguiente, el grupúsculo no regresó a Ra Bacheeza y comenté el incidente con Deyo, que ya estaba ebrio; en su lugar, yo le habría negado el servicio a esa banda mafiosa en adelante, pero la naturaleza del jefe Deyo era otra y esa tarde volvió a enseñar el cobre: "Es que, cuando chupas, te sientes muy chingón", dijo. "Siempre me siento muy chingón", le contesté, "no solo cuando chupo". Él justificaba a quienes me agredían porque, a diferencia mía, dejaban dinero en su negocio. "Sí -agregó- haz de ser muy chingón, pero los paisanos sienten que te crees superior a ellos y un día de estos te van a matar cuando salgas de aquí". Perfecto, pensé; recurro a él en busca de solidaridad, casi angustiado por mi desgaste físico y emocional, y recibo a cambio una amenaza de muerte. ¡A toda madre! Esa contestación tenía el precedente inmediato de una fiesta que terminó en monólogo de un pariente suyo, hablándome con demasiado respeto para el humor del jefe. "¿Por qué le hablas así? -preguntó Deyo- ¡Ni siquiera lo conoces! No sabemos quién es, ni de dónde viene". ¡Perfecto! Nomás eso me faltaba, que después de sus algarábicos elogios, próximos al homenaje, el rácano beodo me desconociera, ¿por amnesia alcohólica, senilidad prematura o cicatero fin de que siguieran en su bolsillo mis 500 pesos? Al día siguiente de su amenaza (imperdonable por tener también el precedente de que no pudo o quizá ni siquiera hizo el intento de solidarizarse con nosotros cuando unos bándalos irrumpieron en Ra Bacheeza y estuvieron a un pelo de golpear a su esposa embarazada, y tuve que dar la cara por ella), me largué de Juchitán; dejé las cosas que no eran mías dentro de un baúl para no perder más tiempo y pedirle después a Deyo, cuando lo llamara por teléfono, si acaso lograba comunicación con él en algún milagroso momento de sobriedad, que me hiciera el favor de entregarlas a sus respectivos dueños, además de pagarme; a estas alturas de la vida, entre las cosas que dejé, solo recuerdo un radio que me prestó Archila para que escuchara los noticieros locales; él quizá creyó que me quedé con su radio, pues Deyo probablemente no entregó nada; lo llamé a diario, cada vez más encabronado, porque se resistió a pagarme hasta el último instante, increíble, pero verídico: había trasladado al segundo de sus negocios, que era una cementera, el teléfono de su casa, cuando me contestó un día la secretaria y le pregunté por Deyo; luego de comentar que el último número de Tobi ne Tobi estaba tan atrasado que ya ni caso tenía sacarlo, ella me pidió esperar; en la espera, escuché que entraban dos asaltantes armados con una pistola y sometían a todos allí; supongo que solo robaron dinero, pues no sé qué otra cosa de valor material haya en una cementera; consumado el atraco, antes de irse, uno le ordenó al de la pistola que asesinara a Deyo, y el de la pistola se negó. "Dale por lo menos un balazo en el hombro", ordenó de nuevo el primero, pero el de la pistola volvió a negarse; entonces empezaron a pelear entre ellos hasta que terminaron yéndose; la esposa en turno tomó el teléfono y preguntó: "¿Joven Iván? ¿Sigue usted allí?" Contesté que sí, y ella exclamó: "¡Nos asaltaron! ¡Acaban de asaltarnos!" Me narró a grandes rasgos lo que yo mismo había escuchado y, sabiendo para qué servía recurrir a la policía municipal en esos casos, le dije que llamaría después, cuando el jefe Deyo se hubiera repuesto del susto. Seguramente, le robaron mucho más de lo que me debía y, obviamente, no me dio gusto; me habría gustado, en cambio, que el grupúsculo del INEA jamás regresara a Ra Bacheeza y que para eso le sirviera a Deyo estar de su lado; nunca supe si así fue; lo cierto es que, después de la insólita coincidencia entre mi llamada y el atraco, nunca jamás volví a tener ánimo para llamar y seguir cobrando. Que le aprovechen -pensé- los 500 pesos que me quedó a deber, por no decir que me robó...

Cuando la Caravana de la Convención Nacional Democrática «Entre el EZLN y el Ejército Federal ¡estamos nosotros!» pasó por Juchitán en octubre de 1994, fui a Ra Bacheeza con el pretexto de que Nuria Fernández quería bañarse y encontré cerrado, a pesar del día y la hora, momento por el cual resulta inevitable sospechar que Deyo se escondió. Cualquiera pensará que el cicatero soy yo por dedicar un extenso choro al pago de 500 pesos que se quedó en el aire, pero el hecho de que Deyo se escondiera por esa cantidad está para Ripley y el Record Guiness de tacañería y mezquindad, y tiene el vergonzante precedente de un despido injustificado que equipara a Deyo con Norma Reyes Terán, agente externa que trabajó para José Murat infiltrada en la oficina de gestoría del entonces senador por Oaxaca, Héctor Sánchez, y después en el gobierno priista del sátrapa, cuya policía integrada por sicarios y narcotraficantes intentó asesinar a Héctor Sánchez y Óscar Cruz... Deyo corrió a uno de sus empleados porque tuvo la osadía de soñar con la esposa en turno y además decírselo; ese fue el pretexto para no pagarle. ¿Qué habría sucedido si Deyo hubiera sabido que su esposa de 27 años tuvo la osadía de soñar conmigo y además decírmelo? ¿A quién de los dos hubiera corrido? Norma Reyes hizo conmigo lo mismo que Deyo con su empleado, un muchacho muy noble y honesto, que además era mi amigo; Norma Reyes y su marido Rufino Perdomo traicionaron el proyecto de cambiar al PRI por el PRD en el gobierno del estado, y el PRD premió su traición con una diputación federal en paquete: Norma como titular y Rufino como suplente o "compañero de fórmula"; es imposible no preguntarse: ¿tan desprestigiado estaba ya Héctor Sánchez que el llamado "PRD nacional" prefirió a Murat y sus matones, con gente infiltrada en el PRD local y la mencionada oficina de gestoría, cuya área de comunicación social estuvo a mi cargo unos días, antes de que el dúo dinámico Perdomo / Reyes Terán se librara de mí por consigna del gobierno y el PRI locales (sin pagarme la segunda quincena, por cierto). Próximamente daré a conocer aquí ese capítulo nefasto de ignominia y traición, que también padecí.

Años después de mi última visita a Ra Bacheeza, leí en La Jornada que Deyo dirigía la Casa de la Cultura de Juchitán, con Jorge Magariño como segundo al mando y Natalia Toledo en la presidencia del patronato de la institución fundada por su papá. En mi reencuentro defeño con Chente, cuando los zapatistas estuvieron en San Lázaro, él comentó que Deyo estaba demasiado viejo para ese cargo y el director en los hechos sería Magariño, según sus cálculos; hasta que se le hizo, pensé, y no volví a saber de ellos. Supongo que Deyo dejó de beber, en primer lugar, porque si esa fue una condición de Francisco Toledo para que Chente dirigiera la Casa de la Cultura, con más razón para Deyo, que además es diabético. No lo sé, lo supongo y, ultimadamente, me importa un carajo.

(Continuará...)

[] Iván Rincón 1:02 AM

Enero 14 de 2010

Juchitán y el agente interno

(Octava parte)

Así como le debo principalmente al fotógrafo Jorge Claro estar libre de prejuicios con respecto al mundo entre clandestino y subterráneo, en donde la minoría homosexual es mayoritaria y el ambiente, que he conocido con morbosidad y curiosidad antropológica, tiene de fascinante lo que mismo de oculto, sórdido y violento, le debo a Archila por lo menos empezar a quitarme de encima prejuicios igual de grandes y estúpidos con respecto a las brujas y los brujos. "¡Es antropología pura!" -me contestaba cuando le decía que esas eran mamadas y pendejadas. Años después, en San Cristóbal de Las Casas, tuve un amigo que había sido viajero y, en consecuencia, su visión del mundo era incomparablemente más amplia que la mía, y me habló también de brujas y brujos, así como del influjo de la luna en los asesinos, y terminé abriéndome a un tema no menos fascinante, del que yo sabía un carajo y lo despreciaba por ignorancia (al carajo), desprecio que es más bien estupidez y soberbia, y abunda entre los Rincón, por cierto. De Archila recuerdo además una breve disertación sobre los ciclos migratorios de los zanates y una explicación de por qué la cerveza es embazada unas veces en botella oscura o marrón, otras en botella transparente y otras más en botella verde, y por qué la de botella verde es de tan baja calidad...

"Hay que discutir ese asunto con unas chelas de por medio", decía yo al llegar a la Regiduría de Cultura en vez de saludar, y Archila sonreía, como diciendo: "pinche sonsacador", y discutíamos el asunto al calor de unas chelas en la cantina de "la chaparrita", donde había mejor botana que en Ra Bacheeza y la cerveza era más barata y "la chaparrita" más tentadora y apetecible que las meseras de Ra Bacheeza, gordas como la fregada, salvo una que "reventaba de buena", según las palabras del intelectual Carlos Manzo.

Mis discusiones cheleras con Archila se vieron trucadas por el rumor de que yo lo desplazaría primero en la dirección del periódico, después en la producción del programa radiofónico y, por último, en la coordinación de la regiduría; él enfermó de paranoia y, cuando yo lo comentaba, la gente padecía de un ataque de risa, pues no estaba familiarizada con la palabra paranoia, ni yo con la palabra prepotencia, tan corriente en Juchitán por razones obvias, ni con la dispersión, algo muy característico de los dipsómanos y que yo calificaba de "desorganización mental". Archila era considerado en general como un amargado sin "oficio periodístico" y la mayoría de sus conocidos prefería tratar conmigo por esas dos consideraciones. Entre quienes hicieron correr aquel rumor identifico a muchos, pero destaco solo a dos por estar en los extremos del abanico popular que lo creyó y no tuvo un ápice de tacto ni discreción: uno era nuestro mecánico de cabecera (digo nuestro porque yo me transportaba en una carcacha del jefe Deyo, más bien de su esposa, que no sabía manejar... la esposa); otro era Daniel López Nelio, uno de los tres principales caciques de la COCEI, quien llegó a ser senador y, autodestruido por su alcoholismo vitalicio, murió en el cargo, que ocupó entonces el suplente, un tal Óscar Cruz, al parecer encumbrado por el destino o la fatalidad.

"Traes un ímpetu de trabajo cabrón, qué gusto, pero vas a tener que adaptarte a nuestro ritmo antes de que nosotros podamos adaptarnos al tuyo", me dijo Archila cuando llegué. Con ínfulas de sabio, me dijo después: "A un juchiteco puedes quitarle su mujer, si ella quiere, pero nunca intentes quitarle su poder, porque puede costarte la vida el intento". Luego entendí eso como una amenaza, aunque él no es de Juchitán, sino avecindado. Si Óscar Cruz parecía fingir que hablaba por teléfono para que yo tomara nota, Archila hablaba del ante mío con alguien de su confianza en alusión a cierto personaje que había llegado a Juchitán para quitarles a otros sus puestos de trabajo y acostarse con sus esposas; nomás le faltaba decir que el aludido se comería vivos a los hijos y se llamaba Iván Rincón (esto último era lo peor).

Un día que Deyo le echó en cara su falta de cuidado y dedicación, su desatención al periódico y al programa de radio, y Archila parecía contener las ganas de llorar en mi presencia, trabajé como siempre hasta muy tarde frente a la única computadora de que disponíamos, escuchando a mi vecino de oficina teclear sin descanso la máquina de escribir; hacía el guión del programa de radio para la emisión de la mañana siguiente; dedicó toda la noche a lo que ningún programa en vivo tiene previamente por escrito y me cae que no es necesario estudiar comunicación para saberlo. Como única excepción en la vida, salí del anexo antes que él, sin decir ahí nos vemos, hasta mañana, buenas noches o que te sea leve, y me senté a la tenue luz de los faroles y la menguada luna, filtrada por los árboles, sobre una banca del parque, a fumar un cigarro en el silencio cagado por los zanates, escuchando el ruido de la máquina de escribir, como eco de la mente obsesiva de Archila, maquinando lo que al rato diría cada uno de los participantes en el programa de radio; lo observé desde la soledad en penumbra del exterior hasta la soledad interna del anexo en la única oficina iluminada y con la ventana abierta; acabé con el cigarro y me fui, no sin antes atrapar un pensamiento que dejó escapar: "Este cabrón no me va a quitar de aquí; no importa cuántas horas extras tenga qué trabajar, no voy a permitírselo, no voy a darle ese gusto".

Además del jalón de orejas que Deyo le había dado en presencia mía, Archila supo que Mavis, secretaria de la Casa de la Cultura y conductora del programa, había recurrido a mí para salvar la tribuna radiofónica del descuido por parte de los jefes. "Archila está tan paranoico -le dije a Mavis- que, por salud mental, hay que evitar mi presencia en cabina y cualquier cosa que pueda interpretar como intromisión o invasión de su territorio". Y toda mi asesoría y colaboración mínima con el programa la hice discretamente a través de Mavis; pero cuando cometí la osadía de escribir un texto a petición del jefe Deyo para la radio y Deyo lo leyó al aire, Archila dijo que eso no lo había escrito yo, que él lo había leído en El Universal; se lo dijo al chalán para que se lo dijera a Deyo, aunque Deyo me lo dijera, y yo le contestara: "¡Pinche par de argüenderos y mitoteros! Que te enseñe el texto publicado en El Universal o se aguante las ganas de decir pendejadas, así como se aguanta las ganas de llorar; que no se aproveche de su condición, pues un día de estos se me olvida que no tiene piernas y le rompo la cara".

Archila se quedó también las noches siguientes hasta muy tarde, trabajando en la regiduría, pero siempre se iba antes que yo y, una de esas noches, escuché un grito y un ruido, y salí corriendo a ver qué pasaba: seguramente por cansancio y quizá con unos tragos de más, Archila bajó las escaleras rodando y, cuando me asomé, había llegado a la planta baja; auxiliado por un gendarme y su chalán, se levantó como si nada. "Este cabrón nunca me escuchará quejar", parecía decir.

Yo trabajaba lo más tarde posible para unificar mi descanso, intento que a la postre resultaría inútil y, en consecuencia, más agotador, pues muchas cosas había que hacerlas de día, pero el hecho de que solo tuviéramos una computadora me obligaba también a trabajar de noche, pues demasiada gente ocupaba esa máquina durante el día y, cuando era Deyo, su exasperante dispersión tenía prácticamente un efecto de autosabotaje, al dejar la computadora prendida con su texto a medias para atender otros asuntos; yo dedicaba entonces demasiada energía y demasiado tiempo a buscarlo y presionarlo para que terminara con lo que escribía y permitiera que otros usaran la computadora; esfuerzo desproporcionado y estresante que reducía mi labor a la de simple acicate por trabajar en condiciones de tercer mundo. Por eso procuraba trabajar lo más tarde posible, pero la oficina de Tobi ne Tobi era también la del CIDB y el triunvirato, que llegaba de noche cada vez con mayor frecuencia, cuando no hubiera nadie más que yo y uno que otro gendarme, cerraba la puerta y saturaba el aire con humo de marihuana; luego Chente llevó la computadora que tenía en su casa y mis noches de pretendido aislamiento y marginación voluntaria se poblaron de actividad académica / enervante; mi trabajo noctámbulo se vio de pronto contaminado por ese trío de intelectuales narcotizados que invadieron mi soledad abstemia de alcohol y cafeína, aunque todavía tenía yo el estúpido vicio de fumar a todas horas y en todas partes, un vicio más absurdo que ningún otro por inútil y contaminante.

Alguien dejó abierta la puerta de la oficina y prendida la computadora de Tobi ne Tobi una noche que Archila estaba en la Casa de la Cultura, a donde fui para enterarlo del abandono que hallé, y resultó que había sido él, pues no sabía prender ni usar ni apagar una computadora y trataba de ahogar su frustración en cerveza y mezcal con otros borrachos; luego de mi reclamo, desinhibió toda la envidia y el rencor acumulado en la paranoia, que veía una conspiración entre Deyo y yo contra él, y me confundía con el fantasma de una gran amenaza que nomás existía dentro su mente intoxicada de amargura y alcohol en exceso; esa noche despotricó hasta que se le acabó la saliva y se fue tambaleando sobre las dos prótesis y un bastón igual de endeble; uno de los muñones sangraba y la sangre enrojecía el pantalón de mezclilla, pero el odio y el miedo eran más grandes que el dolor físico anestesiado por la ebriedad. Al ver que nadie más advertía su estado lastimoso y lamentable (para el arrastre), me dieron ganas de apoyarlo, inclusive cargarlo si era necesario, hasta donde pudiera tomar un taxi, pero eso era lo último que don resentido permitiría; un intento mío en ese sentido habría ofendido gravemente su dignidad. Entre otras estupideces, aquella noche dijo: "Conozco a alguien que sabe más que tú de computación", a lo cual respondí: "Cualquiera sabe más que yo de computación; cualquiera, menos tú".

Después del consejo de guerra, convocó a una reunión amplia de Tobi ne Tobi, ahora sí amplia, en la oficina grande y, una vez reunidos todos, hasta los colaboradores en ciernes, renunció a la dirección. "Ya estoy cansado -confesó- y seguramente habrá alguien entre nosotros que ocupe mi lugar y haga las cosas mejor que yo, alguien con más oficio y experiencia, inclusive con más fuerza. Yo estoy hasta la madre y uno debe aceptar sus limitaciones". Para su terapéutica sorpresa, tomé la palabra en seguida y les propuse a todos que no aceptáramos su renuncia. "El periódico está en crisis de nuevo -dije- y no se vale renunciar cuesta arriba, cuando las cosas se ponen difíciles". Supongo que no lo dije, pero yo había cumplido mi trato con Deyo y, después de la censura, no tenía nada más qué hacer en Juchitán, así que me largaría en las próximas horas. En ese momento, Archila se curó de la paranoia, la envidia y demás veneno acumulado en su mente, que seguramente había producido piedras estomacales. Antes de irme, volvimos a chelear, esta vez en una vela, pero como pueden ver l@s lector@s de esta interminable serie, el que no ha curado su rencor soy yo.

(Continuará...)

[] Iván Rincón 3:44 AM

Enero 10 de 2010

Juchitán y el agente interno

(Séptima parte)

Aquella noche subí a la oficina del CIDB, que también era la de Tobi ne Tobi, a una hora en que solía no quedar nadie por allí, salvo acaso algún gendarme, pero en la Regiduría de Cultura permanecían Archila, su chalán y la secretaria (una mujer muy guapa, que modeló para la empresa Corona en esa época); los tres estaban tensos porque un hombre de sombrero se había plantado frente al anexo desde hacía horas, ostentando una gran pistola en el cinturón, y de ahí que no se iban; el chalán llamó por teléfono a Feliciano Marín, creyendo que éste movilizaría a la policía municipal o alguna instancia competente, pero Feliciano se burló de él, sugiriéndole que bajara y le preguntara al hombre armado quién era, por qué estaba armado y qué hacía plantado allí. Quizás habían llamado antes a la policía municipal, y el subcomandante Mao les contestó que no tenía "tiempo para tonterías". ¿Por qué hacía esa llamada el chalán y no Archila? Sepa Dios o la chingada. Para mí resultaba más inentendible una índole de contestaciones -que no respuestas- como las de Feliciano y Mao, pues a veces tardo años en entender algo así de simple: la mutación personal de esos dos y otros, pero sobre todo la de Feliciano, era especialmente representativa de lo que hace el poder con la gente cuando es superior a ella, o sea, cuando la gente es inferior al poder que tiene. Al proverbio "el poder desgasta", un intelectual italiano agregó: "al que no lo tiene", y yo vuelvo a la frase original: "el poder desgasta al que lo tiene", como dice al oído de su próxima víctima uno de los sicarios del padrino encarnado por Al Pacino (esa víctima representaba al poder eclesiástico, tan desgastante que hacía necesario recurrir al asesinato... un recurso del poder, principalmente).

La muerte de Víctor Moro, ocurrida el 7 de agosto, causaba singular tensión en Juchitán; el 11 del mismo mes, la Procuraduría del estado solicitó "el ejercicio de la acción penal" en contra del comandante, un subcomandante y ocho efectivos rasos de la policía municipal, considerados "prófugos de la justicia" por no presentarse a declarar; Ricardo Dorantes, el presidente del PRI local y los padres de Víctor Moro formaron un "Comité Político de Lucha", junto con los cuatro regidores priistas, quienes anunciaron su posible separación del ayuntamiento en señal de protesta, mientras más militantes del mismo partido se organizaban para defenderse de "las agresiones de la policía municipal"; el día 13, ocho camionetas de la policía preventiva del estado con alrededor de diez uniformados cada una, que portaban armas de alto poder, cascos y chalecos antibalas, comenzaron a patrullar las calles de Juchitán, luego de que unos cien municipales fueran acuartelados en el palacio de gobierno y el anexo; al pasar los nueve días de la muerte, no había ocurrido ningún incidente relevante al respecto, pero se esperaba que, una vez cumplido el tradicional plazo, la tensa calma que vivía Juchitán fuera rota con un acto de provocación armada o una vendetta; eso nunca ocurrió, pero Teodoro "El Rojo" Altamirano, entonces coordinador del PARM estatal (dato curioso, pues este personaje era uno de los peores enemigos de la COCEI y representaba las posiciones más recalcitrantes de los halcones priistas locales), Ricardo Dorantes y el padre de Víctor Moro, exigieron la desaparición de poderes en Juchitán, exigencia difundida con altisonante y contaminante insistencia, en un histérico abuso de la libertad de expresión, por el carro que pasaba más de una vez a diario con un megáfono frente al palacio municipal.

La COCEI, mientras tanto, se replegaba con la decisión de no realizar movilizaciones públicas por el momento para evitar provocaciones y la politización del caso, que debía manejar como si fuera estrictamente policiaco y para lo cual se presentarían a declarar tres de los implicados, que permanecerían alrededor de un año en prisión, según el despacho jurídico del ayuntamiento. Aunque Mao era el principal acusado, luego de que algunos testigos lo señalaran como perpetrador de tres disparos a la cabeza de Víctor Moro con una pistola calibre 33 a menos de un metro, el ayuntamiento sostenía que este subcomandante no estaba de servicio aquel día (lo cual tampoco era ninguna prueba de su inocencia), y entregó al Ministerio Público los nombres de quienes participaron en los hechos del 7 de agosto sin darlos a conocer públicamente.

En ese contexto y ese clima, ocurría frente al anexo en donde trabajábamos la oscura y amenazante presencia de un hombre armado, al que observé desde la ventana / balcón y tiendo a recordar con lentes oscuros y un cigarro en la boca, o sea, estereotipado, como los pistoleros que inspiran -o se inspiran en- las películas de los hermanos Almada. "Si tuviera planeado usar su arma, no la ostentaría", les dije a los tres empleados de la regiduría, que no se atrevían a salir. "Ese tipo ha de querer más bien infundir miedo y ya lo consiguió".

Quizá por «instinto de conservación» tengo un pequeño lago en la memoria -que yo mismo considero extraordinaria, pero no infalible- y no recuerdo quién me contestó y tampoco si fue durante el consejo de guerra o después, cuando sugerí que, así como habían tenido los huevos para matar a Víctor Moro, había que tenerlos ahora para denunciar públicamente la alianza entre las mafias locales y el "gobierno" a nivel federal y del estado, representado en este caso por el poder judicial, contra el ayuntamiento de Juchitán y la COCEI en el Istmo oaxaqueño; yo proponía que, en vez de asumir una actitud autodefensiva y encubridora, pusiéramos al descubierto cuanto había detrás de las protestas por la muerte del chacal, a saber: la colusión del poder formal con el poder fáctico del crimen organizado, cuyos intereses encarnaban el presidente y el asesor jurídico del PRI local, los padres de Víctor Moro, El Rojo y sus respectivas bandas pistoleriles. "Para ti es muy fácil salir con eso porque, si las cosas se ponen cabronas aquí, nomás te vas y ya; tú puedes irte en cualquier momento porque no tienes familia aquí, pero nosotros sí y tenemos que quedarnos, pase lo que pase; tú no viviste los peores tiempos de Juchitán; no sabes lo que es salir a la calle con miedo a los francotiradores en las azoteas". Creo que fue Archila quien me lo dijo, o coincidió, refiriéndose a "la época de los francotiradores". Mi rencor por la censura en Tobi ne Tobi era tanto que, fuera quien fuera, quien haya sido, le respondí: "¡Cobardes! ¡No son más que unos cobardes y paranoicos todos ustedes! ¡Eso en mis tiempos se llamaba cobardía! ¿Dónde quedó la bravura mundialmente famosa de los juchitecos? ¿Era otro pinche mito, como el matriarcado?" En vez de gente valiente y "bragada", eran simples gritones los que me encaraban; más que gente brava, eran puros bravucones...

-Ya no hables con ellos -me aconsejó Deyo, pensando en voz alta-. ¿Por qué no hablas con Héctor? Hazle el mismo planteamiento, a ver qué dice; él no es ningún cobarde, y tú eres un analista político; eso es algo que no tiene la COCEI y buena falta le hace; por eso te contraté, porque yo tardaría un mes en escribir lo que tú escribes en una sentada.

¡Gracias, gracias, jefe! Y por eso yo también soy un mito en Juchitán, porque sobrevaluaron profesionalmente una imagen, además de inventarla por completo en el plano personal (hasta un hijo me endilgaron por ahí, carajo). Deyo reconocía y enaltecía mi papel con alharacas elogiosas y efusivas loas, cuyo eco igualaba el efecto expansivo de los rumores, y me presentaba en sociedad como su más cara adquisición (que no su máscara, por suerte), pero en el trato directo, en corto y hasta en secreto, se resistió a pagarme cual vil rácano, cual avaro Paco Huerta, quien me anunciaba públicamente como la octava maravilla del "periodismo civil", pero en privado me daba un trato denigrante y degradante, lo más que fuera posible, para que mi trabajo le costara lo menos posible, para abaratarlo y abaratarme, según el cálculo cicatero de su negrera mentalidad.

Yo no tenía nada qué hablar con Héctor Sánchez ni hubiera necesitado que Deyo concertara la plática, ofrecimiento hecho pensando también en voz alta. Unos años antes, me recomendó hablar con Víctor de la Cruz porque, según él, representaba la posición más crítica hacia la COCEI desde la propia COCEI [1], pero el mismo De la Cruz me dijo en una borrachera que solamente borracho hablaba de política (eso explica el resultado); en estado sobrio, como yo quería, nomás hablaba de cultura, y cuando conocí, años después, sus elucubraciones grillescas, dizque políticas, pretendidamente críticas, resultaron más bien grotescas fantasías pobladas de fantasmas, delirios etílicos, especulaciones ebrias, no como las de Bukowski (brincos diera), tan sorprendentemente atinadas que hicieron temblar al aparato de seguridad nacional de su país, el más poderoso del orbe, sino como definía Marx a la metafísica para diferenciarla del materialismo, que es una interpretación sobria de la realidad; Víctor de la Cruz, en cambio, tiene vocación de irrealidad, como un briago cualquiera, pero con libros publicados, premios y demás adornos y envoltorios para una caja vacía o llena, en todo caso, de más basura; este ilustre personaje, por cierto, es también el paradigma de Vicente Marcial, curiosamente, y yo no tengo más vocación que el desencanto, por lo visto.

Deyo es a su vez el alcohólico por antonomasia: disperso, amnésico, informal... Su esposa en turno me confió que, para la pequeña y encantadora hija que tienen en común, Deyo era una figura monumental, un monstruo de fuerza física y mental demoledora, omniabarcante, que se derrumbaba ante sus ojos (los de la niña) cuando se emborrachaba (su padre), o sea, diario. Esa imagen me impactó sicológica y moralmente, laceró alguna fibra del alma profundamente sensible, acaso como espejo de mi propia infancia, y una vez que Deyo se dejó caer en la hamaca del patio interior de Ra Bacheeza, que tenía precisamente para dormir allí la borrachera, entré a decirle que estábamos afuera, por si necesitaba algo, y lo encontré con los ojos abiertos, pero sin luz, viendo al oscuro vacío de su interior, con la boca también abierta y babeante, la pálida barriga inflada y al aire, brazos y piernas tendidos, como espectro de una muerte más efímera que la vida, en una especie de coma temporal, y verlo así me causó un segundo impacto sicológico y moral, que sumé al primero, sin la más mínima dificultad para reproducir esa imagen en la mente de la niña (inteligentísima, simpatiquísima, bella y vital), sino con la máxima dificultad para nunca jamás imaginarla o reproducirla; solo faltaba un gusano, saliendo lentamente de su boca. Parecerá exageración literaria, pero ese momento diminuto, ese minuto gigante, para el yo infantil del que no estoy plenamente conciente, fue traumático.

Antes o después de aquel trauma, en su resistencia tacaña y deshonesta a pagarme, Deyo encontró un pretexto de reclamo, y discutimos en la penumbra nocturna de la palapa; sacar un par de cervezas de Ra Bacheeza para que Saúl Vicente y yo las bebiéramos a mitad de la noche sentados en la banqueta, era el pecado por el que Deyo me reprochaba en vez de pagarme; además implicaba, sin darse cuenta, supongo, que sus amigos y enemigos debían ser los mismos que los míos, y Saúl no estaba entre sus amigos, así que tampoco podía ser amigo mío; esa discusión ebria me dejó un pésimo sabor de boca y cometí el error de acostarme a dormir en la hamaca del patio interior. La suma de cansancio y alcohol arrojó un número negativo: mi pérdida momentánea de la conciencia, recuperada en la medida que aumentaba un malestar confundido al principio con el estado de ánimo; al fin despierto, me sentí empapado por la lluvia y quise regresar al restaurante por la cocina, pero estaba encerrado en ese pinche patio que, además de apestar a humedad y suciedad, invadido por grandes ratas que liberaban su energía de noche, era tan angosto que daba claustrofobia; tuve qué golpear y patear la puerta durante mucho tiempo bajo la lluvia para que Nacho, el velador, despertara también y me abriera; él nunca dormía en Ra Bacheeza, pero esa vez hizo una excepción y yo no podía evitar la sensación de que la hostilidad de las circunstancias, más que una coincidencia muy desafortunada, pero fortuita o casual, era producto de una conspiración fríamente calculada para transmitirme repudio y restar mi autoestima, como a las ratas que viven escondidas por saberse detestadas, aborrecidas; me acosté mojado a dormir en el suelo y, cuando amaneció, noté que la lluvia había escurrido por las paredes de la galería y había arruinado un cuadro, hecho que Deyo también me reprochó: "¿Qué te costaba quitarlo?"

-Más de lo que te ha costado mi trabajo.

En todo caso, pensé, que le reclame a Nacho y me pague sin que le cobre o me pague también por el desgaste de insistir en que me pague, de andar siempre sin dinero y pedir prestado...

Mientras estuve allí, Nacho hizo dos excepciones de quedarse dormido, que no informé a Deyo, pues lo tenía sentenciado con correrlo a la primera; la segunda vez (que podría ser más bien anterior y de ahí que cerrara el patio por la cocina), estuve golpeando las puertas en la calle, aventando piedras y gritando, hasta que me aburrí, escalé una pared de ladrillos, entré por el triste patio interior, atravesé la oscuridad y la cocina, en donde podía recibirme un machetazo, y desperté a Nacho, que dormía sobre una mesa y no reaccionó con actitud de alerta, sino de vergüenza; le había demostrado que Ra Bacheeza no era impenetrable ni estaba asegurada por dentro contra robos, a pesar de su consejo de que nunca intentara entrar con las puertas cerradas, pues me daría de balazos sin preguntar quién vive, antes de que lograra pasar. Nacho era un tipo rudo en todos los aspectos, desde su apariencia hasta su historial de matón, y andaba armado, como ya dije, con una pistolita casi de juguete que le había dado el jefe Deyo para que la usara de ser necesario si alguien entraba a robar; en ocasiones, platicábamos hasta el amanecer, cuando terminaba su turno y yo podía entrar a casa de las tías y dormir por fin en hamaca; era una manera de evadir la dureza del suelo y conocer la vida real de un personaje duro, rústico y pintoresco, en busca de autor literario, y grabar chistes en diidxazá, traducidos inmediatamente al español.

Por mi parte, yo también haría dos excepciones; cometería dos veces el mismo error: dormir en ese patio con una vibra tan mala como si Deyo dejara rastros de sus pesadillas etílicas, y la falta de ventilación propiciara una permanencia acumulada; igual que el caso de Nacho, la otra ocasión fue quizás anterior; vencido por el cansancio, busqué refugio allí, pues aún había servicio en Ra Bacheeza y no podía tirarme en el suelo del restaurante sobre la colchoneta ni caminar unos cuantos pasos a casa de las tías; aprovechando que Deyo no la ocupaba ese día, la hamaca era un recurso inmediato y yo estaba en el límite, así que dormí abstraído por el momento de la nociva atmósfera, hasta que me despertó de peor humor un estrépito de carcajadas y gritos desde la palapa; había anochecido y, terminado el turno de las meseras, comenzaba el de Nacho, quien me narró lo siguiente: un grupo del ayuntamiento parecía creer que, cerradas las puertas de Ra Bacheeza, no había testigos de su destrampe (el velador, para ellos, no era nadie); ebrio de alcohol y poder, Óscar Cruz hacía bromas hirientes sobre Archila y lo abrazaba para golpearlo con la mano abierta en la frente; al salir por la cocina camino al baño con una "jetota", me detuve a ver quiénes eran, y todos reaccionaron como si hubieran visto al diablo. ¡Ah, chingá! ¿De dónde salió ese? "Iván está en todas partes", había dicho El Chango cuatro años antes; al verme, dejó de chingar a Archila y los demás cambiaron de actitud; para empezar, dejaron de gritar y empezaron a fingir un ambiente de amistad, incluyendo a Archila; yo me enjuagaba la cara cuando escuché: "¡Iván! ¡Ven a sentarte con nosotros!" Salí del baño y regresé al patio interior por algo que había dejado, cuando escuché de nuevo: "¡Iván! ¡Aquí te espera un pomo, no te hagas pendejo!" Nacho quedó asombrado por el repentino cambio de comportamiento, principalmente de Óscar Cruz. "Si no te apareces -me dijo- y espantas a todos con tu jetota, yo saco a madrazos al chango, que ya me tenía hasta la madre, aprovechándose de Archila, que no tiene piernas, está incompleto". En cuanto llegué, uno de los regidores me recriminó: "Te sientes tan importante que puedes darte el lujo de despreciar a la autoridad municipal, ¿verdad? Tan chingón te sientes que hasta nos haces el feo. ¡A poco no! ¡Confiésalo!". Ese regidor y quizá también los demás esperaban que yo contestara: "No. ¿Cómo crees? Para mí es un honor estar entre ustedes", o algo así, pero mi respuesta fue otra: "De acuerdo, lo confieso; ¡pinches briagos!" Conste que no dije: ¡pinche bola de ineptos, corruptos, prepotentes...! Y tampoco he dicho (todavía) que nomás lo pensé. Al fin se fueron, sin dejar de fingir que eran buenos muchachos, y me quedé platicando con Archila y Nacho. Archila no solo había perdido ambas piernas en un accidente, sino que había quedado amargado para siempre, y esa noche sentí que se hundía en un profundo abismo de soledad; hasta entonces, me había dicho que Óscar Cruz y él eran amigos, pero jamás volvió a decírmelo, ni me confió cómo lo habían agarrado todos allí de su juguete, su monigote o su pendejo. Nacho me narró los detalles.

(Continuará...)

1. La posición / oposición más crítica de la COCEI a la COCEI surgió de la Casa de Estudiantes juchitecos en el Distrito Federal; algunos de sus habitantes acusaron en una asamblea de comités de base a Héctor Sánchez y compañía de "enriquecimiento inexplicable" antes de que su ayuntamiento cumpliera un año; el principal acusador era novio de Azteca de Gyves, que no vivía en esa casa, pero tampoco toleraba la mutación de sus paisanos en el poder por el poder. La mamá de cierto líder histórico de la COCEI contestó a las críticas y acusaciones de los estudiantes: "El PRI ya robó durante mucho tiempo; ahora nos toca a nosotros". El novio -cuyo nombre no menciono porque le haría un inmerecido favor- me contó, poco después, algunas historias sobre la "vida secreta" de Héctor Sánchez que no hablan de Héctor Sánchez, sino de la mitomanía delirante propia de Juchitán y el alarmante nivel de enloquecimiento o deterioro mental que había sufrido el pretendido informante; esa mitomanía oriunda no puede ser ajena al cotidiano consumo de alcohol en abundancia.

Un dirigente medio de la COCEI, representativo del sector magisterial que se aglutinaba en ella cuando era una organización popular, es decir, antes de reducirse a membrete de una elite, es implacablemente crítico, más bien autocrítico, lo que resulta un regocijo, pero en la farsa de congreso estatal del PRD, que fue más bien una reunión turística de la COCEI en la capital del estado (episodio del cual fui testigo, pues ocurrió en la época de Tobi ne Tobi), el autocrítico implacable rubricó cientos de firmas apócrifas, junto con otros conocidos míos, para legitimar ese "congreso" y "elegir" a Héctor Sánchez como presidente del PRD en el estado de Oaxaca, lo cual no trascendió, más allá de la comidilla que hicieron algunos medios locales de comunicación, pues el Congreso Nacional del PRD simplemente desconoció aquella farsa. "Ahora cedemos posiciones políticas a cambio de obras públicas; por eso legitimamos la usurpación de Salinas al recibirlo en Juchitán", me dijo el autocrítico implacable, multiplicador de firmas apócrifas; eso en mis tiempos -ahora lo recuerdo- se llamaba cinismo.

[] Iván Rincón 10:14 AM

Enero 4 de 2010

Juchitán y el agente interno

(Sexta parte)

La Regiduría de Cultura estaba en la planta alta del edificio anexo al palacio municipal. Yo trabajaba en una oficina contigua, mucho más grande, que Tobi ne Tobi compartía con el Centro de Investigación y Desarrollo Binnizá (CIDB). Chente Marcial formaba un triunvirato con Carlos Manzo y Manuel Ballesteros, quienes colaboraban con él en el CIDB y con Archila en Tobi ne Tobi; a mí nunca me sirvieron para nada. Manzo aparecía en el directorio como "jefe de redacción" y Marcial como responsable de la sección de cultura, mientras que Ballesteros escribía una columna de temas "regionales".

En la planta baja del llamado anexo (que en rigor arquitectónico es más bien otro edificio) había un despacho de abogados que daba "asesoría jurídica" al ayuntamiento y, desde la muerte de Víctor Moro, asumía por default la defensa legal de la policía municipal y quien resultara responsable, muletilla del argot jurídico que, en este caso, era de singular trascendencia, pues la autoría intelectual del presunto asesinato, si la policía resultaba autora material, era atribuible a sus jefes, o sea, al alcalde Óscar Cruz y de allí hacia abajo (alguien podría acusar inclusive a Héctor Sánchez y Polín por estar detrás y ser jefes a su vez de Óscar Cruz, idea que seguramente pasaba por la mente aviesa de Ricardo Dorantes, entonces asesor jurídico del PRI local y defensor "legal" de narcotraficantes y asesinos).

Una noche coincidimos Carlos Manzo y yo a las afueras del anexo en la mesa de garnachas con Gerardo Ángeles, el jefe de aquel despacho, y sus asistentes. Yo conocía desde hacía años al abogado, pero esa noche lo observé con discreción y detenimiento; él daba señales de un gran cansancio y trataba tanto a la garnachera como a sus asistentes con prepotencia despótica y autoritaria. Después comenté con Manzo que me parecía un gángster. "Es un abogángster", dijo Manzo, pues su papel era darle un cariz "legal" al trabajo sucio del ayuntamiento. Ahora me parece la antítesis de Carlos Sánchez, quien dirigía por su parte el despacho jurídico de la COCEI con un estilo de trabajo y una personalidad evidentemente diametrales, sobre todo por su honestidad fuera de serie... al menos entre coceístas. Carlos Sánchez estaba al servicio del pueblo y en especial de los sectores más vulnerables, igual que Israel Ochoa en Oaxaca de Juárez (no los llamo "defensores del pueblo" porque así, con ese concepto prostituido, se autodenominan los ombudsman, desde la más repugnante demagogia), mientras que Gerardo Ángeles representaba legalmente al poder local.

En las horas siguientes a la muerte de Víctor Moro, bajé al despacho de Gerardo Ángeles, puse mi grabadora reportera sobre su escritorio, abrí mi libreta y empuñé un bolígrafo, todo para que no perdiera de vista que yo era periodista y cuanto me dijera sería publicado. Aun así, ocupó el lugar del agente interno y habló de más, como Deyo al principio; quizá por mi cercanía con la COCEI o por su tontería con los demás, la información que me dio era confidencial: la táctica del ayuntamiento sería sacrificar a tres policías rasos que pasarían alrededor de un año en la cárcel mientras el juez de la causa no dictara su fallo definitivo. Le pregunté si esos policías ya estaban enterados y me contestó que nadie sabía aún quiénes serían, pues primero iban a hablar con todos por separado para sondear su disposición y que fueran voluntarios. Me pareció inconcebible que alguien estuviera dispuesto a semejante sacrificio y lo dije. "¡Se les va a pagar! -contestó- Además, estamos negociando", pero no pude preguntarle qué negociaban ni con quién. "Precisamente ahora tengo cita con el juez", dijo, viendo el reloj; "¿quieres venir?" Acompañarlo me sirvió para ver el volumen del expediente del caso, que era monstruoso. Con razón terminan tan cansados en la noche, pensé, pero lo que está de Ripley es pagarle a alguien por un año en la cárcel (hace poco -16 años después- vi una película en la que ocurre eso). Más inconcebible aún era que Tobi ne Tobi lo publicara...

Durante una inspección de campo en el lugar de la muerte y donde, según la versión oficial, Víctor Moro atacó a la policía municipal y comenzó una persecución que terminó en enfrentamiento, advertí que los vecinos se escondían para no hablar conmigo, pero hallé un casquillo de ametralladora R15 o "cuerno de chivo" y conté ocho impactos de balas en las casas; entonces creí tener información suficiente para empezar a escribir, no sin antes leer toda la basura sobre el tema en los medios locales impresos, que era un ataque unánime, al parecer orquestado, contra el ayuntamiento, cuyos boletines al respecto había leído ya y también eran basura.

Al pasar por la Regiduría de Cultura, Archila me contó que Gerardo Ángeles había subido a pedirle que no publicáramos lo que me dijo; bajé a su despacho para hablar con él de nuevo, pero no lo encontré; su principal asistente comentó que este caso no era solo jurídico (¡ah!), pues tenía un aspecto político (¡oh!) y era muy delicado (¿te cae?), por lo que me propuso tratarlo en ese momento con unas chelas en Ra Bacheeza. "No mames", le contesté. "Dile a tu jefe que vine y regreso después para que hablemos".

Con cálculos de posibles desmentidos y reacciones, consideraciones éticas y un conflicto moral, harto de la manipulación y el ocultamiento por un lado y la estridencia mediática por el otro, escribí un primer borrador que pretendía equilibrar lo más creíble de la versión oficial con lo más irrefutable de las otras versiones. Lo puse a consideración de Archila, mientras yo escribía una entrada introductoria y una salida en forma de colofón. Entre el texto del reportaje y algunas fotos, dedicaríamos dos planas enteras al tema, además del editorial; pero Archila se abstuvo de externar su opinión antes de que el texto estuviera completo; debí advertir desde ese momento que no quería asumir ninguna responsabilidad en este caso, que le faltaban huevos, para decirlo en buen mexicano, pero preferí atribuir esa reticencia a profesionalismo y seriedad. ¡Sí, cómo no! Cuando el texto estaba completo ya, tardó un día en darme su opinión con varias objeciones a los pasajes más descriptivos. Luego de una discusión que no pasó a mayores, acepté reescribir casi todo y entregué la siguiente versión sospechosamente rápido para su paranoia, además de presionarlo, pues teníamos el tiempo encima para cerrar edición. Eso fue lo primero que me propuse al asumir el cargo: imponer plazos para la entrega del material, el cierre de edición y la salida a tiempo. Archila hizo nuevas objeciones que no eran congruentes con las anteriores; le contesté que yo había cedido ya demasiado y no estaba dispuesto a cambiar ni una palabra más, por lo que él propuso que hiciéramos una reunión general para pedir la opinión de los demás, y yo acepté a condición de que fuera ese mismo día, para no retrasar el cierre de edición.

Lo que sigue ya tiene antecedentes en este blog: aquella reunión fue un consejo de guerra; Archila había convocado al triunvirato nada más (quizá también estuvo presente su chalán, pero Deyo no) y la discusión empezó tan acalorada que, si ocurriera hoy, yo los invitaría a que mejor dirimiéramos nuestras diferencias a madrazos, pero a esas alturas de mi desgaste físico, ya estaba en los huesos, de mi cuerpo no quedaba más que el esqueleto y parecía que hasta los huesos me habían enflacado; la reunión tuvo lugar en el diminuto cubículo de la Regiduría de Cultura; si hubiera ocurrido en el cubículo aledaño (factor psico-físico-lógico), el ambiente habría sido menos sofocante.

Ni entre los cuatro lograron articular un solo argumento. Su actitud parecía la de quienes creen que, si son mayoría, tienen la razón y no hace falta demostrarlo o, peor aún, que si son mayoría no es necesaria la razón. En resumidas cuentas y dándole una forma inteligible a su caudal de sandeces amorfas, era inconcebible que un personaje tan violento y criminal como Víctor Moro tuviera un instante de vulnerabilidad; debía estar todo el tiempo a la ofensiva, y la policía todo el tiempo a la defensiva (como si escribiéramos el guión de una película). En consecuencia, debíamos omitir que el asesino terminó con diez balas de distintos calibres en el torso y tres balazos a menos de un metro en la cabeza y que también su carro acabó agujerado; que la policía no sufrió bajas y ni siquiera heridas; salió ilesa. No bastaba con eludir las palabras cacería y emboscada, así como a los testigos de ambos hechos. Cualquier detalle, por mínimo que fuera y cuanto más mínimo fuera, era incriminatorio de la policía municipal, y si Víctor Moro era malo, ella era buena y debíamos defenderla. ¡Puta madre! La suma neuronal de esos cuatro imbéciles y cobardes confundía una investigación periodística tendenciosa y parcial a petición del acusado con su defensa legal y, cuando cometí el error de explicar la diferencia entre un periodista y un abogado, resultó que ellos conocían mejor que yo los principios y los fines del periodismo; ese fue uno de los momentos más imperdonables de la discusión.

Archila no dirigía la reunión ni ejercía autoridad alguna porque no le quedaba ni un ápice de eso; esperaba a que Chente señalara mis pecados con su dedo flamígero para secundarlo entre dientes, como palero. "Quita esta parte", ordenaba Chente, "y esta otra". Una vez más, contesté que yo había cedido ya demasiado y no cambiaría ni una palabra. "Se publica tal como está o no se publica", dije. "¡Entonces no se publica!" -gritó Chente por lo menos tres veces. "¿Y desde cuándo eres tú quien decide lo que se publica o no se publica? -le pregunté- ¿Desde cuándo eres jefe?"

-¡Desde este momento! -respondió con exaltación grotesca.

-No mames. Cálmate. Bájale de huevos.

Por supuesto, yo podía mandarlo a la chingada olímpicamente, pero él no representaba su propia posición, sino la de Archila, que era el director y había hecho un consenso previo para echarme luego montón sin asumir nada, ni responsabilidad ni liderazgo ni autoridad ni iniciativa... y Chente gritaba porque, a falta de argumentos, su único recurso era aprovechar que su voz es más fuerte que la mía, pero ese repentino autoritarismo resultó caricaturesco y decepcionante en la medida que, antes de hacer el ridículo, parecía una persona brillante y culta, quizá más que nadie de la COCEI. Tuve que cerrar la puerta y las ventanas del cubículo (puertas del minúsculo balcón) para evitar que todo el pueblo nos oyera; yo había escuchado gritar a Héctor Sánchez en la oficina de la presidencia municipal desde el quiosco y lo que discutíamos esa noche era más delicado y trascendente que los gritos de Héctor Sánchez. Entonces Chente dejó de gritar, pero con insistente ánimo de linchamiento, Archila me reprochó por el relato que yo había escrito en primera persona para denunciar la negligencia de la policía municipal. "Esa es pecata minuta en comparación con este asunto", dijo Carlos Manzo, quien me pedió transigencia; le contesté que si yo cedía todavía más, ellos nunca dejarían de exigirme cambios, y exigir cambios sustanciales a un texto equivalía a despojarlo de su razón de ser. "Mejor propongan de una vez que, en vez de encarar la muerte de Víctor Moro, hablemos a favor de la Guelaguetza o el Certamen Señorita Juchitán". Algo por el estilo tendrían qué hacer para llenar las dos planas que yo dejaría vacías al desautorizar la publicación de mi reportaje. "No faltará algo mejor con qué llenar esas dos planas", dijo Archila. "No faltará un medio mejor en dónde publicar mi reportaje", repliqué.

Al escribir y describir este episodio, recuerdo la película Buenas noches, buena suerte, de George Clooney, que es un alegato ético en contra del macartismo desde una perspectiva periodística, al cual me remito, y propongo de paso la categoría o el concepto de cine ético... Ellos ganaron la pelea por ser mayoría, porque podían vencer en vez de convencer, pero atribuyeron su mayoriteo impositivo, su imposición autoritaria, sin argumentos ni razones, a mi intransigencia, y yo atribuyo la censura y el autosabotaje de Tobi ne Tobi a su imbecilidad, su cobardía y su deshonestidad; se los dije entonces en corto y se los digo ahora en público.

Al despedirnos en el pasillo, Carlos Manzo me dio la mano y preguntó: "¿Amigos, como siempre?" Los demás soltaron una carcajada unánime. "¿Sin rencores?" -secundó alguien, supongo que Chente. Y se fueron, riéndose con singular alegría por su triunfo, mientras yo acababa de entender por qué a Carlos Manzo le dicen Carlos Menso en Juchitán.

Al día siguiente del consejo de guerra y su golpe de estado, el triunvirato se aplicó al trabajo de redacción por primera vez en respuesta a mi reclamo de que ahora dictaba la línea editorial sin haber movido antes ni un dedo en la talacha. El último número de Tobi ne Tobi, que salió a tiempo gracias a ese "cambio de actitud", como lo llamó Ballesteros, y al sacrificio de sueño que hice por última vez, no dijo ni una sola palabra sobre Víctor Moro, el tema principalísimo en los demás medios locales, impresos y audiovisuales, y el más candente aún, por lo que era de interés también para medios nacionales y hasta internacionales; para Tobi ne Tobi, en cambio, ese tema ni siquiera existía, pero su directorio, para mi sorpresa, daba a conocer un flamante "Consejo de Redacción" integrado por Archila, el triunvirato y yo; además de excluir mi nombre, debía llamarse consejo de censura estalinista, pues eso era en los hechos, y más nos valía vender el último número por kilo, como decía Óscar Cruz...

Más de una vez al día, pasaba frente al palacio municipal un carro con altavoz que disfrazaba de valiente denuncia pública su amarillismo, sensacionalismo y estridente histeria, y pedía la cabeza del alcalde, entre otros, como Feliciano Marín, quien caminaba delante del carro, chupando una paleta de agua, con una indiferencia que solo era posible desde la muerte de la sensibilidad, pensaba yo. La COCEI y su ayuntamiento habían perdido para siempre la única tribuna que podía responder a ese ruido.

(Continuará...)

[] Iván Rincón 4:59 PM

Enero 1 de 2010

Juchitán y el agente interno

(Quinta parte)

Víctor Jiménez López, alias Víctor Moro, es la bestia más peligrosa, destructiva y demencial que ha padecido Juchitán. En la época del Ayuntamiento Popular, la policía municipal frustró su intento de asesinar al alcalde Leopoldo de Gyves (Polín) y al comandante de la misma policía; junto con un soldado en activo que lo acompañaba, quedó libre a los dos días por disposición del Ministerio Público. Al ser hallado el cadáver de un regidor suplente con señales de tortura en el camino que conduce a la base aérea militar, la COCEI culpó del crimen a Víctor Moro, quien además ametralló el palacio municipal desde un vehículo en movimiento de madrugada con dos cómplices y mataron a una de las garnacheras que acostumbran dormir a la intemperie para atender a sus clientes, día y noche; en esa ocasión, uno de los cómplices era Ricardo Dorantes. La campaña de terror desatada contra el Ayuntamiento Popular sumó incontables acciones por el estilo, que generalmente dejaban la huella descarada y cínica de Víctor Moro y Dorantes, entre otros de calaña semejante, como Teodoro "El Rojo" Altamirano, así llamado, no porque fuera de izquierda, sino por sanguinario. Con el paso del tiempo, en la medida que el país cambiaba de piel, esa desquiciada hostilidad parecía quedar atrás, pero Víctor Moro no dejaba de acumular un expediente de criminalidad y locura sin límites, ni cronológicos ni geográficos ni de ninguna índole, sobre todo en la memoria colectiva que sufría una epidemia de sicosis al recordar su nombre; su acumulación de agravios, invariablemente impunes, lo hizo una pesadilla intermitente para Juchitán, que vivía días y noches de medio y tensión a su regreso.

En la época de Tobi ne Tobi, a una década exacta de la desaparición de poderes en Juchitán, que había sido la culminación del terrorismo priista, el chacal regresó más rabioso que nunca; era de esperar que sus excesos acabaran irremediablemente pronto con los últimos restos de raciocinio que tuviera en mente, si acaso hubo algo de eso en algún momento. Ahora, todos los días, a todas horas y en todas partes, la gente hablaba de sus rondas y balaceras arbitrarias, casi siempre solitarias, aunque a veces lo acompañaba uno que otro loco o un par. Por lo visto, las minorías de Juchitán, cuyos intereses creía defender Víctor Moro, sabían que su violencia podía provocar más violencia, que podría tener un final violento, necesariamente más violento; quizá no lo razonaban, pues tampoco eran muy racionales; acaso lo intuían y, en los hechos, nadie secundaba ya al terrorífico animal; parecía estar solo, pero las policías federal y del estado, judicial y preventiva, tampoco hacían nada al respecto (el ejército federal, menos); con maquinación bélica y maquiavélica, esa negligente complicidad propiciaba que la situación tenida, no detenida ni contenida, siguiera fuera de control.

"El valiente vive hasta que el cobarde quiere", dijo una cocinera de Ra Bacheeza; otra mujer repitió la frase en el mercado y, al escucharla, pensé primero que Víctor Moro no era valiente, sino bestial; después recordé cuán cobarde era la policía municipal y sentí entonces algo definible como gusto amargo...

Una noche de abstinencia alcohólica, Deyo y yo nos apersonamos en la presidencia municipal; entramos a la oficina central, que tenía una puerta de cada lado y su propio baño con acabados de lujo, en privilegiado contraste con la austeridad ordinaria del recinto en general; esa oficina era también la única alfombrada y con sillones. Óscar Cruz llamaba por teléfono sucesivamente a tantas instancias de "gobierno" como para no recordar ninguna en particular y respondía preguntas de algunos medios de comunicación; a menos que estuviera haciendo una farsa y en realidad no hablara con nadie (posibilidad que no descarto, aunque es bastante improbable), egocentrismo aparte, parecía que el principal destinatario de todo cuanto decía era yo, para que tomara nota de información concreta (el número de averiguaciones previas contra Ricardo Dorantes en ese momento, que eran nueve, si no mal recuerdo; el recuento de los daños causados por Víctor Moro en las horas recientes) y la falta de voluntad o disposición en los otros dos niveles de "gobierno" a mover ni siquiera un dedo por este asunto. Entre la gente allí presente, que no era mucha, Guadalupe Ríos celebraba a carcajadas las bromas de su marido ante la crisis, y el rostro de Óscar Cruz, muy moreno de por sí, parecía oscurecer aún más o ensombrecerse, como diciendo en silencio: "Estoy rodeado de imbéciles". Supongo que Héctor Sánchez no habría permitido la presencia de personas extrañas al ayuntamiento en su oficina, al menos en ese momento, sobre todo en ese momento. "¿Cómo ves, jefe?" -le preguntó Óscar a Deyo. "De la chingada", contestó el jefe Deyo.

No es necesario especular demasiado para imaginar el cálculo del poder supremo en México y Oaxaca: había decidido sacrificar a Víctor Moro porque era ingobernable y su muerte en manos de la policía municipal -¿qué otra?- multiplicaría esa ingobernabilidad y, con suerte o un ligero empujoncito, haría caer al ayuntamiento de Óscar Cruz, que se caracterizaba por su debilidad, más que por ninguna otra cosa.

La COCEI, por su parte, asumió la misma lógica del poder, pero a nivel local y en defensa propia: ¿Vamos a permitir que un solo individuo cause pánico en todo el pueblo? ¿Vamos a esperar a que mate a alguien o, de plano, perpetre una masacre? ¿Tan débiles somos que, en vez de evitar la tragedia, esperaremos a que ocurra para ver si el gobierno federal o del estado siente la obligación de hacer algo? Ese algo podía ser de nuevo la desaparición de poderes en Juchitán, el retroceso de una década. Si la COCEI no hacía nada con respecto a Víctor Moro, evidenciaría una debilidad tan grande que sus enemigos la aprovecharían prácticamente como una invitación a descarrilar el gobierno municipal con el regreso al ataque físico y el sabotaje a todo proyecto de obra pública. Por experiencia, la COCEI sabía que detener a Víctor Moro y entregarlo a la "autoridad" correspondiente / competente era inútil; él quedaba en libertad al poco tiempo y seguía haciendo de las suyas, después de una tregua, en el menos malo de los casos (obviamente, Dorantes era su abogado).

Horas antes o después de que la COCEI deliberara, hubo una reunión de altos mandos (entre ellos, Óscar Cruz y el agente interno) a bordo de una camioneta en movimiento; esa noche, Héctor Sánchez sentenció con grave autoridad: "La única solución al problema que representa ese cabrón es matarlo; aquí no hay de otra". Más que una orden, era un consenso y, al día siguiente, una consigna. La policía municipal se dividió en dos grupos que patrullaron Juchitán hasta que unos vecinos reportaron por teléfono la ubicación de Víctor Moro, quien disparaba desde su carro al aire; la comandancia informó por radio a los dos grupos, que fueron al encuentro con el chacal y lo mataron. ¿Fin de la historia? Para nada; es apenas el principio.

"Muerto el perro, se acabó la rabia", festejó Deyo con muy corta visión política, entre la miopía y la ceguera total; por ser el regidor de cultura y tío de Polín, así como por su antigua militancia en la COCEI y el magisterio local, por haber sido candidato varias veces a distintos puestos de elección popular, algunos de los cuales llegó a desempeñar, todo el ayuntamiento, desde la presidencia hasta la policía municipal, enteró a Deyo de lo que había sido literalmente una cacería, y Deyo ocupó en ese momento el lugar del agente interno: fuente confiable de información confidencial con lujo de detalles. "Tengo el 50 por ciento del material para tu reportaje", me dijo con singular entusiasmo y alegría desbordante, y tomé nota... Después, sus confidentes advirtieron que era mi principal informante y que todo cuanto le dijeran sería publicado en Tobi ne Tobi (casi nadie sabía que yo era corresponsal de Motivos en la región, aunque tampoco era un secreto); entonces cambiaron su versión original por la que difundía el ayuntamiento; con sorprendente ingenuidad, Deyo se dejó usar como correa de transmisión y, cada que nos encontrábamos (más de una vez al día, digamos, cuatro o cinco en promedio), me decía: "Ya tengo el 65 por ciento de tu reportaje". Al rato: "Ya tengo el 80 por ciento". Finalmente, cuando decía tener el 99.9 por ciento, era la versión oficial, en la que un 33.3 por ciento era verdad, otro 33.3 por ciento era omisión y el 33.3 por ciento restante era mentira.

En resumidas cuentas, la versión oficial presentaba la cacería como un "enfrentamiento" entre Víctor Moro y la policía municipal, que repelió su ataque sorpresivo y alevoso, artero y gratuito, actuando "en legítima defensa y en cumplimiento de su deber", una versión insostenible, pues había testigos de que el presunto agresor agonizaba (con diez balas en el torso, según la autopsia) cuando uno de los policías le disparó tres veces a menos de un metro de distancia y por lo menos uno de esos tres disparos fue hecho a la cabeza; un peritaje balístico habría de confirmar esta otra versión.

Algún/a lector/a demasiado inteligente ha de pensar que el ingenuo soy yo y que Deyo daba un viraje conciente a su primera versión, según el "manejo político" (eufemismo de manipulación informativa) del tema por el ayuntamiento para evitar que los "asesinos" de Víctor Moro fueran considerados como tales y terminaran en la cárcel. Ese "manejo político" tenía como paradójico fin evitar también la politización del caso por la oposición en general y el PRI en particular, que había desatado a su más rabiosa jauría (encabezada por Dorantes, obviamente). La rabia del perro estaba inoculada en la jauría desde el momento que el poder supremo dejó a Víctor Moro en libertad de hacer y deshacer a su antojo hasta que no hubiera otra salida que matarlo... Desde un punto de vista legal (controvertible en la medida que es inevitablemente parcial), la muerte del chacal puede ser considerada como un asesinato. Desde un punto de vista político, su principal asesino es el poder que lo engendró y después no pudo ni quiso controlarlo y prefirió sacrificarlo. En el momento de su muerte a los 37 años de edad era agente en funciones de la Secretaría de Gobernación y portaba una credencial que lo identificaba como "ayudante" del senador priista Óscar Ramírez Mijares.

Deyo, cuya inteligencia mermada por el alcoholismo era la de un físico y matemático (ha escrito uno o más libros de física y matemáticas para niños en zapoteco) y cuya agilidad mental era muy útil en sus negocios al momento de hacer cuentas, carecía del instinto y la malicia de un político. Al informarme cuanto sabía o creía saber sobre el caso Víctor Moro, su única intención era aportar elementos a una investigación periodística, finalmente publicada por Motivos, una vez censurada en Tobi ne Tobi; Deyo pasó entonces del renovado entusiasmo y la alegría infantil con que me transmitía la información / desinformación a la frustración y el enojo por la censura en su propio periódico, y enseñaba el reportaje publicado a sus conocidos en Ra Bacheeza. "Ese trabajo estaría en el último número de Tobi ne Tobi si no fuera por sus cuatro saboteadores", comentaba. Obviamente, se refería al número más reciente, pero quizá una parte de él, su yo inconciente, había decidido que, en efecto, fuera el último.

(Continuará...)

[] Iván Rincón 11:45 PM

Diciembre 29 de 2009

Juchitán y el agente interno

(Cuarta parte)

La crisis causada por Víctor Moro en la época de Tobi ne Tobi tiene dos precedentes personales. A finales de 1990 regresé a Juchitán sin saber en dónde me alojaría. Saúl Vicente, secretario municipal entonces, me había dicho por teléfono: "Ven con el hígado preparado y no te preocupes por el alojamiento ni por la comida; es más, ni siquiera por el chupe". Las dos veces anteriores, que fueron las primeras, me recibieron en casa de Héctor Sánchez y su familia sin conocerme, con la única referencia de que era reportero del periódico 6 de Julio, enviado por cuenta propia. La hospitalidad que me brindaron es algo que agradeceré siempre, aunque llegó a un límite perceptible: además de que parecían estar ya hasta la madre de mí, Héctor Sánchez comenzó a decepcionarme cuando recibió a Carlos Salinas en un acto que legitimaba su reciente usurpación. El PRD y la COCEI tuvieron, a partir de allí, el primer distanciamiento antes de que su alianza cumpliera un año.

La tercera vez, llegué al palacio municipal con el equipaje a cuestas, que mis anfitriones guardaron en un cubículo para que nos fuéramos a emborrachar sin más trámites, aprovechando que era hora de comer. En el camino a la cantina, Saúl Vicente le preguntó a Mauricio N. (desde ahora Mao) si podía alojarme en su casa y él respondió que sí. Una vez resuelto el alojamiento, Feliciano Marín ofreció invitarme las comidas y las fiestas de navidad y año nuevo. Todo era amistad floreciente y, salvo por una indiscreción mía en las "cartas al director" de la revista Proceso, falta de tacto por la que me costó mucho tiempo y esfuerzo recuperar la confianza de la COCEI y especialmente la elite dirigente y gobernante a la que se redujo, mi relación con Juchitán era idílica. Mientras yo vivía ese idilio y me dejaba querer y agasajar, regresó Víctor Moro a Juchitán, supongo que a pasar las navidades con su familia, pero no sin añadir a la tradición de temporada una costumbre suya: consumir cocaína, marihuana y alcohol en grandes cantidades y salir a la calle, armado hasta los dientes, a causar pánico; disparaba desde algún vehículo en movimiento con una pistola escuadra de alto calibre o un cuerno de chivo y nadie hacía nada al respecto, además de esconderse, porque gozaba de absoluta impunidad; aunque lo habían detenido varias veces, las policías judicial y preventiva, en los hechos, más bien lo protegían. Otra costumbre suya era regresar a Juchitán luego de haber asesinado a alguien en otro lugar del país, como ocurrió en un "mercado sobre ruedas" del Distrito Federal, por mencionar un solo caso. Quizá por la tendencia juchiteca a mitificar, se decía que era "experto en artes marciales"; seguramente, había propinado a más de una persona rotundas y severas golpizas con fuerza y habilidad asombrosas. Lo cierto es que trabajó en su momento para la Dirección Federal de Seguridad y, al desaparecer esa corporación, siguió haciendo tareas de inteligencia militar. Fue miembro de la Interpol en México y agente de la Policía Judicial Federal. Según dirigentes de la COCEI que me informaban of the record, hacía "trabajos especiales" para la policía política secreta, integrada por oficiales del ejército federal, pero dirigida por la Secretaría de Gobernación, a saber, asesinatos y secuestros planificados en alguna oficina conjunta o de "operaciones mixtas" entre Gobernación, Defensa Nacional y PGR.

La Noche Buena de aquel año fue memorable: esperé mucho tiempo, quizás horas, en el pasillo del palacio municipal a que Feliciano, como tesorero, terminara de pagar a los empleados del ayuntamiento para que fuéramos a cenar, hasta que le pregunté desesperado con un mensaje escrito si yo podía ayudarlo en algo; un empleado salió de la oficina después de cobrar y me dijo: "Que pases". Entré y Feliciano me dijo a su vez: "Ayúdame por favor con estos taquitos", así que cenamos allí mismo. Luego ayudé a pagar y observé cómo la policía municipal, sin excepción, rezongaba por la miseria que Feliciano le pagaba (más bien le pagábamos). Uno de los uniformados informó a Feliciano que Víctor Moro estaba dando vueltas en su carro y disparando a las casas; entonces Feliciano llamó a Héctor Sánchez y comunicó "el parte policiaco".

Al terminar de pagar, salimos del palacio municipal a mitad de la noche y abordamos el coche de Feliciano. "Mira -dijo él-, ese que va allí es Víctor Moro". Caminaba de espaldas a nosotros, tambaleándose rumbo a la salida del estacionamiento, en compañía de su madre que, sin no mal recuerdo, lo tomaba del brazo para que guardara el equilibrio. "Voy a tomarle una foto", dije, y saqué la cámara que llevaba. "¡Ni se te ocurra!", me detuvo Feliciano, oponiendo su mano a mi impulso. "Como es de noche, dispararías el flash y alertarías al cabrón, que es capaz de agarrarnos a balazos; es un demente y está narcotizado". No obstante, registré mentalmente una imagen imborrable: Era un tipo alto y corpulento, de espaldas anchas y grandes tríceps que llenaban la camisa de manga larga. No parecía un "experto en artes marciales", sino un pesista con algo de sobrepeso. La mamá era una vieja gorda y chaparra, con un globo imaginario sobre su cabeza que decía: "Ya hiciste mucho por hoy, mijo; vamos a la casa para que cenes y descanses; mañana será otro día y, si todavía tienes ganas, le sigues dando tupido, macizo y duro, pero hoy ya no; mira nomás cómo vienes; te pueden hacer un daño"...

Feliciano llegó a ser el mejor de mis amigos en Juchitán; era un bohemio, que tocaba la guitarra y cantaba envidiablemente, además de componer, tanto en español como en diidxazá, aunque no de manera profesional. Como tesorero, sin embargo, sufrió una paulatina transformación que, al comenzar el trienio siguiente, era ya una metamorfosis kafkiana; en el ayuntamiento de Héctor Sánchez, pasó de la amistad que habíamos cultivado a la enemistad velada; en el de Óscar Cruz, como secretario municipal, saltó a la franca inquina y al abierto encono. Cuando regresé en mayo de 1993, hice intentos ingenuos de recuperar nuestra amistad, pero él ya era otro y terminó dejándome clarísimo que, en todo caso, éramos enemigos. Había cambiado su encantadora sonrisa, que inspiraba confianza y provocaba suspiros femeninos, por un gesto de ogro, y su juvenil melena, lacia y larga, por un cabello untado con gel, como capo de mafia siciliana, hasta que empezó a quedarse calvo y sus paisanos lo habían rebautizado como Geliciano. Al ocurrir la crisis, Polín asumió una intermediación conciliadora y le dijo lo mismo que a Óscar Cruz tres años antes: "No nos conviene tener a Iván como enemigo; si nos pide información, hay que dársela". Y lo convenció. Años después, con menos cabello, Feliciano volvió a ser el de antes; quizá finalmente aceptó que lo suyo era el arte musical y poético, no la política o administración pública (burocracia), si acaso el activismo, y se fue de Juchitán a emprender una vida nueva en Cuba.

Mao, por su parte, era subcomandante de la policía municipal en la época de Tobi ne Tobi... Una noche, yo escuchaba en Ra Bacheeza el programa de radio que producían la Regiduría de Cultura, la Casa de la Cultura y Tobi ne Tobi. Mavis me había dado varias emisiones grabadas para que le diera mi opinión a cambio, como había hecho Deyo con Tobi ne Tobi, porque el programa iba de mal en peor y ella sentía que lo dejaban morir. En eso estaba yo, cuando entró corriendo un pobre diablo perseguido por un grupo de madreadores; al verlos entrar, el perseguido se metió hasta la cocina, en donde los otros le dieron alcance y comenzaron a golpearlo; al escuchar los gritos de las cocineras y meseras, me levanté y corrí a la cocina, de donde los malandros habían sacado al pobre diablo y lo seguían golpeando; la esposa del jefe Deyo (embarazada, por cierto) los enfrentó de tal modo que, por un momento, presentí que la golpearían también a ella, así que me interpuse a riesgo de ser yo quien terminara madreado; les dije que ese no era lugar para golpear a nadie, que dirimieran sus broncas en la calle, y eso hicieron, pero al salir se llevaron mi grabadora reportera y los casetes (creo que eran quince o contenían quince emisiones y eran ocho); me robaron algo más que no logro recordar y, cuando me di cuenta, salí corriendo tras ellos y los vi entrar al callejón contiguo, una guarida perfecta por estar completamente oscuro de noche, aunque fuera céntrico.

Llamamos entonces a la policía municipal y Mao le contestó a la esposa del jefe Deyo que no tenía "tiempo para atender tonterías"; ella tronó contra Mao y él colgó el teléfono, la dejó hablando sola o más bien gritando; nos apersonamos en la comandancia y, una vez allí, Mao siguió burlándose de ella con su calma chicha y preguntas estúpidas, hasta que troné yo también; le pregunté qué hacía, le dije que el asunto no era para tomarlo con tanta calma y que estaba dándoles tiempo a los ladrones... etcétera. Finalmente, fui con la policía a la vecindad oscura y encontré a los ladrones. "Estos son", le dije a la policía, que había ido para no hacer nada; exigí que los detuviera, pero no quiso; comenzó a juntarse una turba de gente gritona y la policía me dijo que mejor nos fuéramos de allí; le contesté que no y, envalentonados por la turba que no dejaba de crecer a su favor, los ladrones emprendieron un ataque de gritos amenazantes. "Esto se está poniendo muy feo", me dijo el que parecía encabezar a la policía; "mejor vámonos de aquí ya". Salí con la policía doblemente encabronado por su cobardía y por la impunidad en que dejábamos a esa gente.

Para sorpresa y decepción mías, Deyo no supo solidarizarse con nosotros; hizo como si tuviera por esposa a una loca iracunda y como si yo fuera un buscabullas imprudente. Confieso que ella nunca me cayó bien y sentía que yo tampoco le caía bien, pero nos respetábamos y aquel incidente nos acercó; un día llegó antes que Deyo a Ra Bacheeza y me dijo que rondaba en su mente la idea de abandonarlo; sospecho que luego se arrepintió de confiarme lo que pensaba. Por lo visto, Deyo tenía vocación para que sus esposas, las mamás de sus hijos, pasaran del amor al odio; la esposa anterior había contratado al mafioso Dorantes Morteo, defensor "legal" de narcotraficantes, para que gestionara un divorcio que arruinara a Deyo de por vida.

Por mi parte y por supuesto, no podía dejar así las cosas y empecé por encarar a Mao con un airado reclamo y después lo presioné apersonándome todas las noches en la comandancia y llamando por teléfono diario; hasta que una mañana llamó Jorge Magariño a Ra Bacheeza para decirme que habían detenido a un grupo de ladrones y que, si yo quería, podía ir en ese momento a identificarlos; fui y los identifiqué; eran los que habían irrumpido en Ra Bacheeza, pero confundí a uno de ellos y lo hice mi enemigo... uno más, que era peón del mafioso Dorantes. Los otros salieron de allí a pasear su impunidad.

A diferencia del jefe Deyo, Carlos Sánchez aceptó asesorarme para que la bandita de agresores y rateros terminara en la cárcel, aunque la policía municipal fuera su cómplice. Ahora creo que, si Carlos Sánchez no era el dirigente más honesto de la COCEI, era el único honesto y por eso está muerto.

El asunto se alargó demasiado y lo publiqué en Tobi ne Tobi con un texto que fue criticado por todos (vaya, hasta por mí), a excepción de Guadalupe Ríos, que lo celebró, quizás hipócritamente. Feliciano, en cambio, enfureció con mi relato, en el que también quedaba mal parado, y me prohibió volver a usar el fax de la presidencia municipal. Ese berrinche, al parecer intrascendente, coincidió con que Pablo Gómez asumió temporalmente la dirección de Motivos que hasta entonces había sido solo nominal y su asunción se dejó sentir al dejar de aceptar llamadas por cobrar; entonces llamé con cargo a mi cuenta y le envié un mensaje: "Díganle que debe aceptar mis llamadas por cobrar, que soy corresponsal; explíquenle eso; denle una lección elemental de periodismo básico, aunque siga siendo un diletante, ignorante y soberbio".

Esos son los dos precedentes personales de la crisis causada por Víctor Moro durante los que serían mis últimos días en Juchitán y también los últimos de Tobi ne Tobi y el chacal.

(Continuará...)

[] Iván Rincón 3:40 AM

Diciembre 27 de 2009

Juchitán y el agente interno

(Tercera parte)

Un día llegó cierto pintor a la Casa de la Cultura y esparció: "¡Iván Rincón está investigando a la Rata Picuda! ¡Ha hecho peguntas hasta en la Séptima Sección!" Entonces Mavis, atractiva, eficiente y vivaz secretaria de la institución fundada por Francisco Toledo en Juchitán, se apersonó en el anexo del palacio municipal, donde yo trabajaba, y me pidió que, "por favor, por lo que más quieras", hiciera esa investigación en secreto; de otro modo, corría peligro mi vida, según ella. "¿Quién fue?", le pregunté. "Un pendejo -contestó Mavis-, el más pendejo que imagines, ese fue".

La Rata Picuda era un tabú, tanto que no existía información pública al respecto, aunque se tratara de un fenómeno social preocupante, inclusive alarmante, sin temor a exagerar o caer en el amarillismo... a menos que fuera un mito. La Rata Picuda era una banda criminal formada por un indeterminado número de niños (entre cincuenta y cien, o sea, sin cuenta), armados con pistolas, cuchillos y demás. Alguien estaba detrás, cabe suponer; alguien los había organizado y armado, así hubiera algo de gestación espontánea; alguien evitaba que la policía y esa horda infantil coincidieran en alguna parte; alguien operaba desde el poder para que los temibles niños actuaran impunemente al amparo de las sombras y en zonas tan marginales como la Séptima Sección y Cheguigo, casi periféricas. La Octava Sección o Cheguigo, por ejemplo, no está físicamente lejos del centro, al menos la entrada, pero hay que atravesar el Río de los Perros por un puente para llegar a su inmenso laberinto, entonces de terracería, con calles en penumbra de noche y oscuros pasadizos entre las casas; eso lo hace periférico (yo había pasado allí dos semanas, dos años antes, y una vez me asaltaron). La Séptima Sección, en cambio, dista mucho del centro, pero sus calles también eran terrosas y tenían escaso alumbrado público. La obsesión compulsiva y compulsión frenética de Héctor Sánchez por cubrir Juchitán de cemento y pavimento, arrasando con cientos de árboles, no alcanzó a esas zonas, alejadas incluso de la voluntad divina o dejadas más bien a su libre arbitrio o arbitrariedad. Natalia Toledo vivía en el Distrito Federal, específicamente en la colonia Condesa, pero es juchiteca, específicamente de la Séptima Sección, y me contaba que, durante sus estancias en tierra materna y paterna, salía de día con un monedero que, al regresar de noche, arrojaba inmediatamente a un lado de la calle al advertir la presencia de alguien en la oscuridad y después regresaba a recogerlo, o salía nomás con un pequeño bolso "como toque femenino", pero sin dinero... al cabo nunca faltaba quien pagara por ella. Cuando fui en la época de Tobi ne Tobi a esa colonia, en cuanto bajé del taxi a plena luz del día (festivo o domingo), salió de su casa una cocinera de Ra Bacheeza para prevenirme: "¿Qué haces aquí? ¡Te van a matar!" Absurdo alarmismo el suyo, como suele ser cualquier alarmismo. Si tanto miedo tienen, ¿por qué viven allí? -se preguntaba mi otro yo, aunque la inteligencia debía leer al revés esas reacciones histéricas y paranoicas, al menos en apariencia: por vivir allí conocían el peligro, vivían en peligro y con miedo; quizás el peligro, más que para ellos, era para mí; quizá cometía indiscreciones en mis excesos etílicos y, alguna vez o más de una, divulgué mi plan de acompañar a la policía municipal en sus rondas nocturnas por Cheguigo y la Séptima Sección, si acaso las hacía.

Cierta noche, al salir de un hotel en el centro, me encontré con al menos veinte niños de diez a doce años, envalentonados por andar en grupo y quizás armados y narcotizados, que transmitían una gran carga de adrenalina, una vibra muy fuerte de agresividad contenida, su percepción del miedo que infundían y ánimo de poner en práctica la teoría de su propia destructividad. Por alguna razón, acaso porque estábamos en el centro y ellos hacían de las suyas en otras partes, me respetaron, siguieron su camino, pasaron de largo. No descarto que encuentros como ese terminaran creando en la mente fantasiosa de mucha gente un ente imaginario, posible pero irreal, y que por eso yo nunca obtuviera información sólida, concreta. Quizá, más que tabú, la Rata Picuda era un mito. Quizá después de aquel encuentro, externé un impulso ebrio de comprobar al instante que: "¡La Rata Picuda me la pela!" Y habré ido más bien a desahogarme o terminar de ahogar mis pasiones en alcohol donde las putas de noche o alguna tabernera cuarentona de ojos enormes, senos enormes, nalgas enormes y humedad a toda costa, maestra en el arte de amar sin compromiso después de cantar a capella y brindar "a salud de la tristeza". Lo cierto es que, por algo, cundió la alarma y Deyo organizó una comisión para buscarme; él mismo fue hasta la Séptima Sección en su coche, acompañado por Nacho, el velador de Ra Bacheeza, que era un matón y andaba armado (por el mismo Deyo con una pistolita casi de juguete, como las armas de la policía municipal en comparación con las de Víctor Moro... todavía conservo el casco de una bala disparada por esa bestia y una foto de sus armas). Lilia, esposa de Chente, le dijo por su parte, igualmente alarmada: "¡Iván está borrachísimo, recorriendo todo Juchitán!"

En fin. Quizá nunca había escrito la palabra quizá tantas veces como aquí...

Hoy existe un dato aislado en internet que señala a Felipe Martínez López como el principal promotor de la Rata Picuda en su momento; ese personaje presidió el consejo municipal inmediatamente anterior al ayuntamiento de Héctor Sánchez y, solo por tratarse de un priista poderoso, al menos en la región, el dato podría ser verídico, pero hay que desconfiar de la fuente por ser Enlace, periódico local y quincenal que, en la época de Tobi ne Tobi, era su antítesis y uno de los principales difusores de la campaña sucia contra el ayuntamiento de Óscar Cruz, a quien se refiere ahora como aspirante factible a ser gobernador en un futuro próximo. Según esta fuente, la Rata Picuda era una banda "juvenil" y cometió varios atracos a mano armada. Como no existe información pública, es imposible resistir la tentación de especular: Sin proponérselo, el trienio de Felipe Martínez López fue un periodo de transición entre la era del PRI y la del PRD-COCEI. Designado por el entonces gobernador entrante Heladio Ramírez para dirimir un conflicto postelectoral en el que tanto PRI como COCEI decían ser electos, Felipe Martínez presidió un consejo con tres regidores de su partido y tres de la COCEI (Óscar Cruz, entre ellos). El triunfo electoral de Héctor Sánchez, al término de aquel trienio, inauguró la era de la alianza PRD-COCEI, así como la bancarrota del PRI y sus aliados, que recurrieron entonces a tácticas sucias de revanchismo, como formar una banda criminal con niños de extracción miserable que respondieran a la violencia de la miseria social en que vivían con una violencia delictiva: crimen organizado con fines terroristas (es una posibilidad, como dije, planteada por un ejercicio especulativo).

El hecho de que ahora Enlace aplauda las obras de Óscar Cruz como si fueran grandes hazañas, después de la rabia con que atacó a su ayuntamiento en la época de Tobi ne Tobi (sigamos especulando), podría deberse a que El Chango y la COCEI lograron con Enlace lo que no pudieron con Tobi ne Tobi: comprarlo. Ese nauseabundo papel impreso, que se refirió una vez a mí como "el fantasmagórico Iván Rincón", llama periodismo al chisme de cuarto mundo y es financiado por lo más vil de Juchitán y el Istmo, a saber, sectores reaccionarios de la iniciativa privada y mafias que, más allá de su influencia política y su poder fáctico, son minoritarias; quizás una de esas mafias sea hoy la COCEI o más bien los restos elitistas de algo que, hace veinte años, parecía un movimiento popular con suficiente capacidad de movilización masiva para realizar una revolución local. Ante la visión política de esa elite dirigente, por llamar así a su pragmatismo sin escrúpulos, es importante que un periodicucho como Enlace hable bien de ella porque, no obstante su bajo nivel, es el más leído en Juchitán y el que más tiempo ha durado. Quienes hacen esa basura (incluyendo a sus muy probables financiadores del crimen organizado), por su parte, han de haber entendido, con un esfuerzo mental extraordinario, que la COCEI llegó al poder para quedarse y es más redituable una buena relación con el vencedor de siempre que su constante ataque, doblemente desgastante por su efecto de búmerang.

Óscar Cruz intentó primero que yo desplazara en el ayuntamiento a Guadalupe Ríos y Jorge Magariño; después trató de que lo hiciera en Tobi ne Tobi con Desiderio de Gyves (Deyo) y Guillermo Coutiño (Archila no es un apodo, sino el segundo apellido); en ambos casos, buscaba un subordinado "profesional" por el que estaba dispuesto a invertir más dinero del que pagaba por la publicación de un boletín oficioso, escrito al ahí se va y demasiado caro, a fin de cuentas, para no ser competitivo con la capacidad de iniciativa y decisión, independiente y autónoma; la cantidad podía fijarla yo, a ver si el genio de la maravillosa lámpara cumplía el deseo de Aladino, con el entendido (llamado "valor" por unos que usan el poder para comprar a otros) de que, a partir de allí, Aladino quedaba totalmente bajo el mando supremo del genio, es decir, a sus órdenes, jefe. Aquel episodio revela un estilo de hacer política, una vía para llegar al poder, asumirlo, ejercerlo, detentarlo, así como una visión del mundo, una posición para interpretarlo, no para transformarlo, y hasta una forma de concebir la vida. Hago ahora esta revelación, quizá tardía o quizás oportuna todavía y apenas la primera de muchas más, porque veinte años de COCEI en el poder (con un lamentable paréntesis que serviría de lección si no fuera por tanta soberbia) ameritan una revisión crítica, sobre todo si ese poder, que ha tenido como plataforma principalmente a Juchitán y otros lugares del Istmo, termina extendiéndose al resto del estado.

Si Óscar Cruz llegara próximamente a ser gobernador de Oaxaca lo haría mediante una táctica pragmática de vergonzantes alianzas a corto plazo, como buen discípulo de Héctor Sánchez, a falta de una estrategia política estructural, y no sería muy diferente a los gobernadores priistas; sería solo un matiz, como el que fue cambiar a Carlos Jongitud por Elba Esther Gordillo.

¡Por cierto! Para una investigación seria sobre la Rata Picuda habría que regresar a Juchitán, a ver si, después del tiempo que ha pasado, alguien dice lo que sabe sin miedo a causar la muerte de nadie.

(Continuará...)

[] Iván Rincón 11:58 PM

Diciembre 24 de 2009

Juchitán y el agente interno

(Segunda parte)

Óscar Cruz es un ser paradójico y quizá contradictorio, que asumió sencillez y hasta humildad, con un trato accesible y afable, como presidente municipal, en sorprendente contraste con la prepotencia y la soberbia que lo caracterizaron antes y después, cuando no tuvo poder qué detentar o ejercer. Su toma de posesión, según algunas fuentes, fue la más multitudinaria manifestación realizada en Juchitán hasta entonces, pero también parecía que, ante la oposición, el nuevo ayuntamiento era débil y que, a fuerza de golpearlo, con suerte, acabaría tirándolo o, por lo menos, evitaría que la COCEI ganara las elecciones por tercera vez consecutiva, tres años después.

En Oaxaca, el PRI y sus aliados -¿hace falta decirlo?- son gente de la peor calaña, de la más baja ralea, de la más sucia y asquerosa estopa, que incluye a narcotraficantes y homicidas / feminicidas (uno de ellos es gobernador del estado actualmente). Ricardo Dorantes, por ejemplo, entre los dos o tres personajes más criminales de Juchitán, llegó a ser jefe de la policía en el gobierno de José Murat, cuyos esbirros intentaron asesinar a Héctor Sánchez y Óscar Cruz en mayo de 1999; el primero resultó herido por impacto de bala en una pierna y el segundo recibió un balazo en el cuello, pero sobrevivieron.

Los mismos que recurren a la violencia irracional como política, unas veces bajo el manto de la oscuridad nocturna y casi siempre al amparo del poder, con descarada y cobarde impunidad, pasaron temporalmente del ataque físico a una campaña de infundios y calumnias en los medios locales de comunicación para desprestigiar al ayuntamiento de Óscar Cruz. Por la personalidad del nuevo alcalde, inmaduro, mediocre, timorato, Héctor Sánchez y Leopoldo de Gyves (Polín) se posicionaron detrás como respaldo político y moral, y desde el principio fueron ellos quienes gobernaron de facto en Juchitán. La Regiduría de Cultura, encabezada por Desiderio de Gyves (Deyo), y la Casa de la Cultura, dirigida por Vicente Marcial (Chente), fundaron un periódico local y quincenal llamado Tobi ne Tobi, cuya traducción literal del diidxazá o zapoteco del Istmo es "uno por uno", pero se trata más bien de una frase popular que significa devolver cada golpe que uno recibe, algo parecido al "ojo por ojo y diente por diente". Obviamente, intentaba responder a la táctica mediática de suciedad promovida por las mafias locales, coaligadas en una oposición estéril y frustrada. La Regiduría de Cultura, la Casa de la Cultura y Tobi ne Tobi producían además un programa de radio también quincenal.

Deyo me dio una colección completa de Tobi ne Tobi y, cuando terminé de leerla, me preguntó qué opinaba; el periódico no se vendía y, ni siquiera regalado, leía nadie; algo fallaba y mi opinión sería tan oportuna como vital. "Su mayor defecto -le dije a Deyo- es que habla de cultura casi por completo y trata la política de manera secundaria y tangencial". Contenía textos de opinión política, unos cuantos, escritos por colaboradores regulares, como Daniel López Nelio, pero en primer lugar su redacción era garrafal, nadie la revisaba, y en segundo lugar no alcanzaban el nivel de un análisis; además, no había trabajo periodístico, reporteril, con excepción del pretendido "periodismo cultural". El motivo primigenio de su existencia o ley motive, como dicen los intelectuales, era lo más descuidado, en el mejor de los casos. Entonces Deyo me hizo una propuesta mucho más seductora que la de Óscar Cruz, por ser viable, para empezar: quedarme en Juchitán dos meses con el alojamiento en casa de sus tías y la comida en Ra Bacheeza por cuenta suya, mil pesos al mes y enseñarme diidxazá hasta donde yo aprendiera durante mi estancia (también la cerveza correría por su cuenta, siempre que fuera de botella verde, pues con esa le pagaban en uno de sus negocios, pero si bebía otra cosa tendría que pagarla yo), todo a cambio de que impulsara el periódico desde la jefatura de información y, de paso, fuera reportero. Lo pensé a lo largo y ancho de una noche en vela y acepté, aunque el hecho de haber pasado esa noche en una azotea vaticinaba la inviabilidad de mi alojamiento en casa de las tías. Los mil pesos al mes eran un pago raquítico, pero me propuse completar o complementar ese ingreso con una corresponsalía que le propuse a Motivos y aceptó; como había sucedido con mi cobertura de la Campaña «500 Años de Resistencia», no recibí ni un peso, pero esta vez la revista me acreditó con una identificación de corresponsal. En el acuerdo con Deyo agregué una condición mía: que si Tobi ne Tobi lograba despertar suficiente interés público, es decir, que se leyera y la gente inclusive pagara por ello un módico precio, lo independizaríamos completamente del ayuntamiento. Hablé también con Guillermo Coutiño, mejor conocido como Archila, el director del periódico, y estuvo de acuerdo con todo; más aún, dijo que le daba mucho gusto. Antes de mí, Guadalupe Ríos había ocupado la jefatura de información, pero duró poco en el cargo y las versiones de su ruptura eran muy distintas y hasta contradictorias. Según Archila, "Guadalupe no hizo nada, además de cobrar". Según ella, Archila y Deyo no sabían nada de periodismo y se oponían o ponían peros a todo cuanto les proponía.

Huelga decir que yo todavía no renunciaba a seguir coordinando la Comisión de Comunicación del Consejo Mexicano «500 Años de Resistencia» y más bien intentaría que la siguiente asamblea nacional tuviera lugar en Juchitán para romper con el centralismo; en la Casa de la Cultura encontré bastante disposición para que fuera la sede.

Para estar dos meses en Juchitán, tuve que regresar al Distrito Federal por más ropa y otras cosas, aparte de arreglar algunos asuntos y cancelar compromisos; aproveché para abastecerme del ron que bebía y llevé de regalo a mi regreso: Flor de Caña, nicaragüense, o "Matarratas", como lo llamaban mis vecinos; con esa bomba, los juchitecos bebedores de cerveza poníanse hasta la madre, mientras yo me emborrachaba con mezcal, que es más cabrón que bonito, pues despierta a los demonios dormidos en la mente, que a su vez llenan de gritos el silencio del alma...

Además del cotidiano alcoholismo, a veces desbordante, que permea la cultura zapoteca del Istmo en general y la de Juchitán en particular, si algo hizo físicamente desgastantes aquellos días fue la carencia de una cama o, por lo menos, una hamaca en donde dormir de noche, que me dejé caer sobre una colchoneta en el piso de Ra Bacheeza, con los zapatos como almohada. Cuando llegaba la mujer del aseo a las seis o siete de la mañana, iba entonces a casa de las tías, que ya habían abierto, a dormir en hamaca la segunda parte de una jornada frustrante de inconcluso descanso. En la medida que aumentaba el agotamiento acumulado, más trabajo me costaba levantarme del piso en Ra Bacheeza, y la mujer del aseo dejaba para el final el espacio que yo ocupaba; intensamente morena, por no decir negra, y monolingüe en diidxazá, me permitía mirar desde el piso, que ella lavaba en torno mío, la inquietante inquietud de sus pechos casi desnudos, opulentos y progresivamente húmedos, con la generosidad característica de las juchitecas. Aprendió a decir: "Buenos días", y después: "Ya, güero, ya es hora, levántate ya".

Me bañaba en casa de las tías a jicarazos, y un día me pareció que, detrás de la vasija de barro, se escondía una gran lombriz, y me pareció que era roja, pero atribuí su color a un engaño óptico del rayo de luz que penetraba por una diminuta ventana, así como a través de la puerta de madera, entre las tablas; allí estuvo escondida la gran lombriz durante una semana que me bañé con ella en coexistencia pacífica, hasta que llegó infortunadamente otro huésped, un pintor o escultor homosexual, y puso el grito en el cielo cuando entró al baño; entonces las tías pidieron al jardinero que sacara al animal; una vez atrapado en un frasco de vidrio, pude observarlo de cerca y con detenimiento a plena luz; era una víbora pequeña, pero de picadura moral y mimetismo fascinante, negro con puntos rojos a ratos y rojo con puntos amarillos, según el entorno. Yo vivía con la vergüenza de haber matado a machetazos en una casa de Acapulco a una víbora negra que, después de pegarme tremendo susto, se columpiaba en una silla y era inofensiva, me dijo el jardinero; parecerá quizás exageración literaria, pero es verdad que la culpa nunca dejó de pesarme. No maté a la viborita venenosa de Juchitán, en cambio, pero hice algo peor: una noche que me quedé solo en el anexo del palacio municipal se metió un murciélago y, como no atiné a darle con un palo mientras volaba, esperé a que se durmiera en la pared y lo maté de un golpe. Qué estúpido es uno a veces; el miedo invade nuestra ignorancia y desata una violencia destructiva y asesina, como la que cerníase al asecho del ayuntamiento a mayor escala.

Antes de la crisis causada por el sorpresivo regreso de Víctor Moro, que aterrorizaría históricamente a Juchitán, Óscar Cruz llegó borracho una noche a Ra Bacheeza con un chalán, cuando ya no había servicio para que tampoco hubiera clientes, cálculo por demás erróneo, pues la mesera sería testigo de nuestra plática y la difundiría de boca en boca, vehículo de comunicación quizá tan efectivo como la radio o más. En «La máscara del zorro», el viejo maestro (Anthony Hopkins) le dice al joven aprendiz (Antonio Banderas) que los amos nunca miran a los siervos a la cara y ellos debían sacar ventaja de tan soberbia actitud, como la de Óscar Cruz, que paradójicamente no tenía la confianza de hablar con nadie sobre temas delicados en el palacio municipal, donde hasta las paredes lo escuchaban. "¿Está Iván aquí?", preguntó al llegar. "Ahí te hablan", me dijo la mesera. Respondí al llamado en la penumbra de la palapa y, sin levantarse de la silla, Óscar Cruz me tomó de la mano, algo que jamás haría sin alcohol adentro. "Acompáñanos un rato, Iván, nomás en lo que acabamos con este pomo". Sin ánimo para eso, me senté con ellos y la mesera llevó tres vasos, hielos y refrescos, antes de sentarse por allí. "Quiero platicar contigo, aprovechando que Deyo te convenció de trabajar en Juchitán unos meses -dijo el alcalde, arrastrando las palabras, mientras servía ron en los tres vasos-, porque aquí no tenemos doctores en filosofía".

-¡Qué bueno! -exclamé- ¡Dios salve a Juchitán de los filósofos y toda la fauna de esa especie!

-Voy a decírtelo de una vez, para no perder tiempo: ¿Qué falta para que dirijas Tobi ne Tobi? ¿Para qué quieres a Deyo y Archila? ¡Mándalos a la chingada! Yo pongo el dinero. ¿Cuánto necesitas?

Además de ser el regidor de cultura, Deyo fungía como responsable de la publicidad en el periódico y, aunque su nombre aparecía hasta abajo del directorio, ese cargo era importante en la medida que lo hacía responsable también de las finanzas y prácticamente dueño de Tobi ne Tobi. Guillermo Coutiño, por su parte, además de ser el coordinador de la regiduría (o sea, el segundo al mando), fungía como director del periódico, nominalmente al menos. Eso le contesté a Óscar Cruz: "Prefiero respetarlos".

-Tú mereces respeto porque eres profesional, pero esos dos no son más que unos alcohólicos diletantes, ¿o crees que de veras merecen respeto?

-Ya te contesté.

-Deyo no es responsable de nada, no me cuentes; Deyo es un viejo borracho, irresponsable, y Archila un pobre pendejo, amargado, que tiene de periodista lo que yo tengo de mujer; todos sabemos que el director del periódico en los hechos eres tú, pero si no quieres correrlos, si prefieres respetarlos, haz tu propio periódico; yo pongo el dinero; ¿cuánto necesitas?

¿Qué me contestarías si te dijera que el presidente municipal, en los hechos, sigue siendo Héctor Sánchez, y tú no eres más que un prestanombres, un simulacro? Eso no lo dije; nomás lo pensé. Miré al chalán, tratando de adivinar cuál era su trabajo; tenía mirada inteligente, pero le faltaba tamaño para ser guarura; miré después a la mesera que, al pendiente de nosotros, parecía estar absorta en el momento culminante de una telenovela.

-Anótame aquí la cantidad, si no quieres decirla -sugirió Óscar Cruz, acercándome una servilleta y un bolígrafo.

-Voy a proponerte algo a cambio -le dije-, a ver qué te parece: Resuelve tus problemas y déjanos resolver los nuestros. El periódico no es un órgano del ayuntamiento...

-¡Estás equivocado! -espetó- ¿Quién crees que pone el dinero? ¿De dónde crees que sale?

-El dinero lo ponen quienes pagan la publicidad que Deyo les vende.

-¡Estás equivocado! ¡El dinero lo pongo yo!

-El ayuntamiento pone una parte mínima por la publicación de un boletín oficioso, pero si Archila y Deyo me apoyan, eso acaba esta noche en esta mesa: tú dejas de pagar esa bicoca y yo dejo de publicar esas mamadas.

Óscar Cruz tomó un ejemplar de Tobi ne Tobi, lo arrugó con saña hasta dejarlo hecho bola y lo arrojó al piso. "Ni un peso más para publicar esa basura", escupió. "La que ustedes nos mandan", añadí; "primero aprendan a escribir". Entonces levantó el papel hecho bola y lo desarrugó. "¿Qué porquería es esta?", preguntó, y lo rompió en pedazos cada vez más pequeños que terminó aventando al aire. "Ni para el baño", dijo. "Hay que venderlo por kilo", remató camino a la puerta, que el velador cerró con llave en cuanto se fueron.

"¡Pinche Chango! -rezongó la mesera- ¿Cómo se atreve? Esto lo va a saber todo Juchitán, empezando por Ta Deyo". A punto de sugerir que mejor olvidara el incidente, un otro yo me dio una palmada en la cabeza y otra en la frente. Pendejo: debí decirle que, en vez de inmiscuirse y tratar de comprarme, hiciera una purga en el ayuntamiento, empezando por la policía municipal, que está metida hasta el cuello en el tráfico ilegal de inmigrantes; debí decirle esa y otras netas que pensé inmediatamente después, o sea, demasiado tarde, y vuelvo a pensarlas ahora que ajusto cuentas con el pasado.

Al día siguiente de nuestra discusión en Ra Bacheeza, Óscar Cruz amenazó a Deyo con una auditoría; ignoro si cumplió su amenaza. La crisis causada por el regreso de Víctor Moro a Juchitán relegaría ese asunto y muchos más.

(Continuará...)

[] Iván Rincón 1:01 AM

Diciembre 22 de 2009

Juchitán y el agente interno

(Primera parte)

Mi participación en la Campaña «500 Años de Resistencia» comenzó a principios de 1992 en Juchitán y concluyó un año después, también en Juchitán. La Casa de la Cultura, dirigida entonces por Vicente Marcial, fue anfitriona del seminario que redactaría una propuesta de ley reglamentaria al párrafo del artículo cuarto constitucional añadido para reconocer la existencia de pueblos indígenas con derechos "culturales" en México. El PRD o su fracción parlamentaria se apropió a lo gandalla de esa iniciativa, una vez acabada en otro lugar (?), meses más tarde. No abundaré en ello, pues los Acuerdos de San Andrés y la traición a esos Acuerdos en San Lázaro por todos los partidos, incluido el PRD, hacen del primer episodio algo muy rebasado. Solo diré que a finales de 2001, casi una década después del seminario iniciado en Juchitán y concluido en otra parte (?), al traicionar los Acuerdos de San Andrés en San Lázaro (traición ratificada sin excepción por el Senado de la República), el presidente de la Comisión de Asuntos Indígenas en la Cámara de Diputados era Héctor Sánchez y su asesor, Vicente Marcial.

Antes de la última asamblea nacional, que declararía formalmente concluida en México la Campaña «500 Años de Resistencia», yo no podía entender o aceptar el final fáctico. A nivel continental, el acuerdo era continuar el proceso, cambiando el nombre de Campaña por el de Movimiento, pero a nivel nacional seguían activos nada más quienes tenían en trámite alguna ganancia, reducidos a sus respectivas localidades, y yo, por mi parte, que había enfermado, pero no reparaba en la enfermedad: había ejercido poder y no me resignaba a perderlo; como parámetro, en los días culminantes de la campaña (octubre de 1992), además de visitas y correspondencia, recibía diariamente un promedio de cuarenta llamadas telefónicas (Equipo Pueblo no me dejaría mentir o exagerar), y también me enfermaba que una partida mediocre de oportunistas con descarados fines, pero sin principios de ninguna especie, lucrara con mi trabajo, intenso y desgastante, por el que nunca recibí más que limosnas... y ningún diploma.

Además de continuar este desgaste, insistiendo por múltiples vías en que siguiéramos adelante, llevaba mi soledad a un bar de la Zona Rosa llamado Soho, que empecé a frecuentar antes, cuando era punto de encuentro gremial entre personal de bares y restaurantes, pero el portero me permitía entrar sin propina de por medio, quizá porque le caía bien; ese lupanar se aburguesó después, como todo en la Zona Rosa, detestable desde el nombre (que José Luis Cuevas se atribuye, por cierto). Atravesaba quizá por una profunda crisis de soledad obligada, cuando una pareja me echó el ojo con actitud de swuinger y salí de allí a la mañana siguiente con ellos y otros de carrera larga; fuimos a un restaurante donde desayunamos y bebimos cerveza durante horas, hasta que los otros llegaron al límite. La pareja y yo regresamos a la calle del Soho y sacamos de mi coche, que no circulaba ese día, una botella de ron; tomamos un taxi a mi departamento, en donde seguimos hablando y bebiendo; la mujer casi no hablaba porque no había nada en su cabeza y el hombre tenía mierda en lugar de ideología; ella era muy joven, morena y obesa; él también muy joven, blanco y delgado. Mientras yo estaba en el baño, echaron un psicotrópico a mi trago y perdí el conocimiento; entonces me inyectaron algo en el brazo izquierdo para aumentar o asegurar el tiempo del efecto narcótico. Seguramente, llevaron un taxi a las afueras del edificio y, hasta donde recuerdo, me robaron una computadora de escritorio y dos impresoras (una de punto y otra de rallos láser), un reloj de pulsera, una grabadora reportera, unos walkman, una rasuradora, una secadora de cabello, dinero (supongo que no mucho) y un jarrón chino sin valor alguno; mi equipo modular de sonido era demasiado aparatoso por anticuado y nunca he tenido televisor...

Recobré el conocimiento acostado en mi cama y vestido; me levanté angustiado por no saber la hora ni qué día era. ¡Había dormido más de veinte horas! No me sorprendió el espacio vacío que antes ocupaban las impresoras nuevas y la computadora vieja que acababa de comprar; lo sorprendente era la luz del día y la ausencia del jarrón (tenía que ser alguien demasiado estúpido para creer que esa baratija fuera de valor material). Aturdido todavía, fui a un departamento cercano en donde vive el otro hijo de mis papás; le pregunté la hora y el día, le informé lo sucedido y fuimos en su coche por el mío a la Zona Rosa; hablé con el dueño del bar y los gerentes, las meseras y el portero, que respondieron con un solidario consenso a mi favor para detener a la pareja si regresaba. Después fui solo, quizá más de una vez, al posible pero improbable encuentro con los rateros, a ver si coincidíamos, yo armado, creo que nada más con un número para comunicarme con el agente de la policía judicial que simulaba atender este caso. El Ministerio Público me hizo perder todo el tiempo que pudo, aunque el médico de guardia confirmó que mi brazo izquierdo estaba pinchado (nomás falta que esté infectado de sida, pensé); la policía también hizo todo para no hacer nada; un día me dijeron por teléfono que mejor aseara ya el departamento, pues el tiempo que habían dejado pasar hacía inútil la visita / inspección de perito alguno.

Desde un día más o menos inmediato, me dediqué por entero a recuperar la salud, como había hecho muchas veces antes, y en la medida que avanzaba, la conciencia me hacía ver con creciente claridad la reciedumbre, al borde somnoliento de la muerte, acaso por un infarto o un derrame cerebral, así como el trauma sicológico traducido en pérdida también reparable de la confianza en los demás. Hice gimnasia en barras paralelas a diario por primera vez durante un mes y medio, cachondeándome con la imaginación, más fantasiosa que paranoica, de que los cazapendejos habían dejado cámaras ocultas en mi departamento y observaban asombrados mi recuperación, que algún día no muy lejano rompería sus respectivas madres, si acaso tenían. Entonces busqué sin desesperación, con la seguridad que me daba estar físicamente repuesto, una relación nueva con la gente.

En el regreso al mundo exterior, me reencontré con el fotógrafo Jorge Claro, que además de colega, llegó a ser mi amigo o por lo menos compañero de juerga y, entre otras cosas, le debía estar libre de los prejuicios con que viví mi primera juventud respecto al ambiente homosexual de rutas subterráneas que aprendí a conocer sin miedo y yo solo, pero gracias a él, aunque nunca logró convencerme de que lo acompañara a tomar fotos a la Marcha del Orgullo Gay, que terminé padeciendo un día cuando me detuvo en Reforma durante dos horas y, fobias aparte, fue una pesadilla. En la primavera de 1993 le propuse que fuéramos a Juchitán para hacer un reportaje gráfico sobre las velas de mayo, que abundan ese mes; por supuesto, él haría la fotografía y yo el texto, y publicaríamos el conjunto en una revista o en forma de libro o folleto. Claro contestó que mi propuesta era "sublime", pero yo no conocía ese aspecto de su personalidad, que nunca dice no y lo convierte en un hipócrita; me hizo creer que la idea ya era proyecto y lo anuncié a los cuatro vientos para que nos recibieran con alojamiento preparado en Juchitán, donde tomaron el asunto muy en serio... Terminé yendo solo y sin plan de trabajo, nomás de paseo y disimulando la vergüenza. Mi principal contacto en este caso era Desiderio de Gyves (Deyo), entonces regidor de cultura y dueño de Ra Bacheeza, restaurante, cantina y espacio cultural con galería pictórica y casi escultórica, biblioteca en ciernes y todo. A mi llegada, lo primero que dijo es que Óscar Cruz, el nuevo presidente municipal, quería hablar conmigo. "¿Para qué?", le pregunté. "Para explicarte que no hay dinero", contestó. "¿Y quién carajo le ha pedido dinero?" Al parecer, esperaban que llegara con un grupo al que debían alojar en hotel, o algo así, aunque Deyo había conseguido que hubiera una casa en la cual hospedar sin costo a los visitantes conocidos o invitados por el ayuntamiento y en la cual tuvieran lugar también talleres para niños y demás actividades recreativas; era la casa de sus tías, en donde me alojé... más bien dejé mi equipaje para bañarme allí todos los días y pasar las noches en otra parte, pues las ancianas anfitrionas atrancaban la puerta por dentro a las nueve de la noche y se acostaban a dormir, cuando yo todavía tenía unas cinco horas de vigilia por delante.

Sentado en Ra Bacheeza, leyendo un periódico local, levanté la vista y me encontré con Óscar Cruz de pie frente a mí. "¿Cuánto tiempo vas a estar en Juchitán?", me preguntó. "Unos días -le dije-, los que me inviten a las velas?"

-¿Por qué no vienes mejor a vivir un tiempo aquí y nos echas la mano en el ayuntamiento?

-¿Vivir aquí? ¿Cuánto tiempo?

-¿Los ayuntamientos duran tres años nada más?

En respuesta, sonreí de tal modo que pudiera interpretarse como: "No mames".

-¿Qué tienes que hacer en México? ¿La Revolución? Todavía falta mucho para La Revolución. Aquí, en cambio, ya tenemos el poder y estamos usándolo para cambiar el mundo, empezando por Juchitán. Vente para acá, a vivir con nosotros, como nosotros, con nuestro estilo y nivel de vida. Si renuncias por tres años a las comodidades que tienes en la ciudad, hay trabajo para ti en el ayuntamiento; mucho trabajo. ¿Cómo la ves? ¿Qué dices? ¿De acuerdo? ¡Muy bien! Es un hecho.

Respondí con la misma sonrisa, y Óscar Cruz fue al baño; de regreso a la mesa que compartía con otras personas, me preguntó: "¿Qué pasó? ¿Ya lo pensaste? ¡Órale pues! Es un hecho".

Unas cervezas después, fue al baño de nuevo y, al pasar junto a mí, preguntó: "¿Es un hecho? ¡Sale! Ya quedamos".

Al rato, en otra vuelta al baño, lo mismo, una vez más...

A partir de ahora, por razones obvias, me referiré a una persona, o quizá más de una, como el agente interno, que al parecer especulaba, pero con información de primera mano: "Lo que pasa -me dijo- es que Óscar quiere deshacerse de los pendejos que tiene en Comunicación Social, porque no dan el ancho y ya está hasta la madre de ellos". Los aludidos eran Guadalupe Ríos, antes corresponsal de Notimex y después de La Jornada, así como Jorge Magariño, que siempre aspiró a dirigir la Casa de la Cultura, pero nunca se le hizo, nominalmente al menos; si acaso era escritor, pero "con más ínfulas que talento", diría García Márquez, o "periodista cultural". Entonces, aceptar el ofrecimiento de trabajo que me hacía Óscar Cruz era entrar en una pelea por el poder con esos dos, pensé. ¡No, gracias! También era una tontería, inclusive una locura, pero yo seguía obsesionado con la Campaña «500 Años de Resistencia», lo que había sido y lo que debía ser en adelante, según mi visión. Por esas dos razones descarté de entrada la oferta de Óscar Cruz.

Además, había un precedente personal, por el que la relación entre nosotros dos empezó mal; él quizá lo había olvidado o prefería dejarlo atrás, pero yo no, y después me enteré de que sobraban incidentes como el nuestro en el anecdotario del nuevo presidente municipal. Para su edad (siete años y medio mayor que yo), el liderazgo de peso medio que alcanzó como activista y el relativo poder que detentó como regidor de Obras Públicas en la era del PRI, si algo lo caracterizaba era una gran inmadurez. Al presentarse como posible sucesor de Héctor Sánchez, éste le preguntó en privado al agente interno: "¿Será la mejor opción Óscar Cruz? ¿Será realmente nuestro mejor cuadro? ¿No les parece que se comporta muchas veces como un adolescente y otras veces, de plano, como niño? Que la asamblea lo decida, pero pongo mis dudas a su consideración".

Cuando la COCEI recuperó el poder tres años antes con Héctor Sánchez a la cabeza, tres mujeres me invitaron a una velada bohemia; Óscar Cruz estaba en el bar cuando llegamos. "Mira qué bien acompañado viene este cabrón", comentó con envidia inocultable y muy mala vibra. "Yo las acompaño a ellas", le dije, pero siguió lanzándome dardos envenenados. Esta anécdota o pedazo de anécdota está grabada en un casete y en mi memoria. Cierta canción juchiteca popularizada con un nombre muy feo, «El feo», cuyo nombre original es su primer verso, «Si alguien te habla de mí», que es muy bello, tiene una letra en español y otra en diidxazá o zapoteco del Istmo, y creo que se canta en ese orden siempre; aquella noche la cantaron y, al final, todos aplaudieron, salvo yo, quizá porque tenía las manos ocupadas en la grabadora o simplemente por mamón; entonces Óscar Cruz me dio una palmada y espetó: "Aunque no le entiendas aplaude, pinche feo". Y las mujeres soltaron una carcajada. Alguien dijo que yo sí entendía el zapoteco, pero me hacía el desentendido, y Óscar Cruz no agregó nada, pero cuando llegó a la presidencia municipal, todo Juchitán se enteró de que no entendía y, mucho menos, hablaba, ni una palabra en diidxazá; tampoco sabía tocar la guitarra y cantar, ni bailaba bien. Mi apodo en Juchitán era «6 de Julio», por cierto; el suyo era «El Chango», mucho más feo que el mío...

Quizá lo pensé en su momento -es imposible recordar tanto-, pero ahora que han pasado veinte años y lo escribo, caigo en la cuenta de que la suya era una envidia machista y misógina, pues una de las tres mujeres que me llevaron al bar aquella noche era María Nicolás, entonces mi principal contacto de Juchitán en el Distrito Federal, que era o había sido amante de Héctor Sánchez, según rumores [1]; otra era ya o fue después y sigue siendo la amante de Leopoldo de Gyves (Polín) y hermana adoptiva de María; la tercera era la única regidora del ayuntamiento entrante (diminuto dato que derrumba el mito del matriarcado en Juchitán); así que para alguien como "El Chango" formaban un trío muy bien cotizado.

En una mesa distinta, pero no distante, a la nuestra estaba Natalia Toledo borracha y con ropa tentadoramente corta; para molestar a María y calentarme la cabeza, cada vez que nos pedía un cigarro, pretexto repetitivo y demasiado obvio, ponía sus muslos desnudos en mi cara. María era la típica juchiteca de cuerpo grande y carácter fuerte; Natalia, en cambio, tenía poco, pero enseñaba mucho. Ella misma se había rebautizado como Fatalia y se decía "diva", pero sus cuates chilangos la llamaban más bien "calentavergas". María observaba sus desinhibidas y provocativas actitudes corporales y parecía decir en silencio: "Qué puta eres". Finalmente, la hija mayor de Francisco Toledo logró su propósito, pero también había calentado la cabeza de Óscar Cruz. Al cerrar el bar, fuimos a una casa en donde, borrachos ya, bailamos y seguimos bebiendo, además de ponernos hasta la madre de pachecos. En el clímax, no había mejor excusa para encuerarnos que nadar en el Ojo de Agua, así que abordamos el único vehículo que seguía activo esa noche, más bien madrugada, que era el de Óscar Cruz. Por error, esperé a que todos estuvieran adentro y entonces me senté junto a Natalia en el asiento delantero, pero el conductor aprovechó para deshacerse de la competencia y ordenó que me sentara atrás, en donde ya no cabía nadie. "Adelante solo cabemos Natalia y yo", decidió. "Vete, pues, a la chingada", le dije; bajé del carro y caminé sin rumbo hasta dar con un taxi que me llevó al "domicilio conocido" de Héctor Sánchez, mi primer anfitrión.

Pasamos las siguientes noches en vela frente al palacio municipal, hasta que las instancias electorales y el gobierno del estado reconocieron a Héctor Sánchez como presidente municipal electo. En el plantón, la gente se dio cuenta de que Óscar Cruz y yo no nos tragábamos, ni siquiera nos mirábamos, como Natalia y María, que evidentemente no se querían ni se toleraban (el segundo apellido de María es Toledo, pero no tienen parentesco o lo niegan). Entonces regresé al Distrito Federal y me apersoné en Monterrey 50, colonia Roma, la oficina central del PRD que antes fue del PMS; allí daría una conferencia de prensa Héctor Sánchez, quien llegó acompañado por Óscar Cruz; saludé al primero sin mirar al segundo, que dejó escapar una risa mordaz. "¿De qué te ríes?", le preguntó Héctor, muy serio él. "Es que Iván está en todas partes; no se le escapa una; parece un ente ubicuo o un duende", contestó Óscar. "Ha de tener réplicas", replicó Héctor.

Al parecer, Óscar se propuso que nunca hubiera otro distanciamiento entre nosotros y, mucho menos, enemistad. Según el agente interno, Héctor o Polín o ambos le dijeron: "No nos conviene tener a Iván como enemigo; más nos vale que sea nuestro aliado. Si nos pide información, hay que dársela. Si nos pide un favor, hay que hacérselo. Nada nos cuesta y será para provecho y en beneficio de ambas partes. De nosotros depende que así sea". Óscar asumió la instrucción al dedillo y cambió diametralmente su actitud hacia mí. Años después, volvió a ser el de antes.

1. Ella vivía en la Casa de Estudiantes y, sin conocernos físicamente, me dio por teléfono todo un directorio para mi primera visita a Juchitán; una vez allí, escuché el rumor de que era o había sido el "segundo frente" de Héctor Sánchez, su amante o "querida". Nunca lo confirmé ni lo intenté, porque no era de interés personal y, mucho menos, profesional. Sin embargo, hay que hacer aquí un paréntesis reflexivo: Sobre el presunto amorío entre Héctor y María, la fuente no es ningún agente interno con información de primera mano; se trata más bien de un rumor, como ya dije, que podría inclusive ser mentira... Más adelante volveré a los orígenes de los rumores, que surgen y se propagan en Juchitán, unas veces con propósitos concientes, otras con irracionalidad unánime (ambiente propiciatorio y caldo de cultivo de linchamientos físicos o morales), y son todo un fenómeno social que amerita estudio, pues termina inventando completamente a determinadas personas o, por lo menos, en un 60 por ciento, como es mi caso, del que pueden decirse diez cosas y solo tres o cuatro son verdad; las otras seis o siete corresponden al mito creado en torno a la persona y la personalidad.

[] Iván Rincón 4:58 AM

Diciembre 17 de 2009

Al término de la Campaña Continental «500 Años de Resistencia», agradecí al director de Equipo Pueblo, Elio Villaseñor, por la generosidad con que había alojado y apoyado logísticamente (además de tolerar) a la Comisión de Comunicación del Consejo Mexicano, y me respondió que no tenía nada qué agradecerle, que todo lo habíamos hecho nosotros y, en consecuencia, Equipo Pueblo nos otorgaría un diploma por tan "meritorio" trabajo y "encomiable" esfuerzo, al menos a mí, que había sido el responsable o coordinador, por no decir "jefe de comunicación social", como si fuéramos un partido político o alguna instancia burocrática de gobierno y como insistía en llamarme Araceli Burguete. Hasta hoy, 17 años después de aquella experiencia militante y profesional, sigo esperando mi diploma; ya tengo telarañas entre los huesos, polvo en las entrañas y hasta murciélagos en el alma, de tanto esperar el prometido reconocimiento formal, y nada... La verdad es que Equipo Pueblo terminó hasta la madre de nosotros y especialmente de mí, pues en los días culminantes de la campaña organizamos una guardia de 24 horas diarias los siete días de la semana para darle cobertura permanente a las marchas que, desde varios puntos del país, llegarían al zócalo de la Ciudad de México el 12 de octubre de 1992 y era notorio que la organización no gubernamental se consideraba invadida. Yo entregaba un riguroso informe de nuestras llamadas telefónicas, sobre todo las de larga distancia, pero en esos días se apersonaba de noche o madrugada Araceli Burguete y usaba el teléfono sin pedirlo ni decirme a dónde llamaba, como si estuviera en su casa, además de hacer reuniones propias sin pedir tampoco la sala de juntas o avisarme, y yo tenía demasiado trabajo como para asumir el control de lo que hacían otros o al menos intentarlo. Cuando Araceli quiso usar una de las computadoras, le dije que eso ni siquiera yo lo hacía, pero después la mujer a cargo del equipo nos culpó de una descompostura cibernética, un virus mutante o algún cuento chino, así como de ocho llamadas no reportadas a distintos y distantes lugares, inclusive de otros países; esa mujer acabó detestándome, por lo que todo el personal masculino de Equipo Pueblo me preguntó si yo había intentado "tirármela" y le contesté que no, que por eso me detestaba, porque ni el intento hice. La secretaria, en cambio, estaba un poco flaca para mi gusto, pero tenía unas caderas que hacían apetecible su trasero y, cuando llegaba en mallones blancos (entallados y casi transparentes, como suelen ser los mallones blancos), lo primero que hacía era meterse al baño para quitarse o cambiarse el pantalón corto o calzón largo que llevaba debajo por una tanga, y así andaba durante ocho horas, hasta que terminaba su turno; entonces se ponía de nuevo el pantalón corto o calzón largo para irse; un día hizo lo mismo, pero sin dejar nada bajo los mallones, de modo que dejó todo a la vista. Mi libidinoso cálculo era que una noche, la primera que nos dejaran solos, ella y yo tendríamos un intercambio de intensidad salvaje sobre su escritorio. Empecé por pedirle el número telefónico de allí mismo para llamarla desde el cuarto de junto. "Que no se te ocurra decirme cosas obscenas porque puedo grabarlas en la contestadora", me advirtió, así que llamé y le dije en voz baja: "Hola, nena. Habla tu personaje obsceno favorito". Ella soltó una carcajada y, en vez de obscenidades, escuchó caricias. Tonta como era, entendió lentamente que yo no tenía horarios ni era empleado de Equipo Pueblo y se dedicó entonces a sabotearnos, borrando los mensajes de la contestadora antes de que los escucháramos, guardando en un cajón bajo llave el cuaderno con el registro y números telefónicos de la gente que nos llamaba, prácticamente un directorio; cuando le pedí que me comunicara con el consejo nacional de Nicaragua, sede oficial de la Campaña Continental, marcó un número equivocado; siempre que llegaban compañeros indígenas, los miraba y trataba con racista desprecio y displicencia gélida... etcétera. Esperé a que Elio Villaseñor se enterara por su cuenta del sabotaje, pero cuando lo hizo, nomás exclamó: "¡Cómo!" En su lugar, yo habría echado a la calle con prontitud irrevocable a la saboteadora, por más ropa interior que se quitara, pero su jefe tenía un temperamento muy otro; francamente, no puedo imaginarlo como delegado en Iztapalapa; era un bonachón que asumía su alcoholismo con cinismo bohemio y me contaba, por ejemplo, de una época durante la cual despachó los asuntos de Equipo Pueblo en la cantina más próxima, desde la administración de la borrachera. A excepción de un coyotito de Carlos Beaz, nadie durmió nunca en sus oficinas, pero tuve que acondicionar provisionalmente una cama, pues era indispensable y vital tener actividad sexual, más que dormir, en momentos de intensa presión y hasta de tensión a ratos (un día, la policía judicial secuestró a dos "compas" de Guerrero cuando salieron de Equipo Pueblo; una noche, apagué todas las luces y, mientras María de la Luz y yo saciábamos en la oscuridad la recíproca urgencia de nuestra sudorosa desnudez, alguien intentaba entrar, linterna en mano, forzando la cerradura). En la última reunión operativa que tuvimos allí, Carlos Beaz mandó comprar cerveza y dejamos los envases como escombros de una aparente fiesta que había sido más bien una pelea; entonces Elio decidió en voz alta: "Esto se acabó; hasta aquí llegaron los 500 años de resistencia".

Uno de los más festejados éxitos de la Campaña Continental fue el Nobel de la Paz a Rigoberta Menchú, quien le había pedido a Araceli Burguete coordinar en México su campaña para dicho premio, pero ella rechazó la encomienda. Cuando le pregunté por qué no la aceptaba, me contestó: "Prefiero estar en tu comisión". Pero el Consejo Mexicano y su asamblea nacional no la querían en ninguna comisión; ya era bastante con su marido, "el diputado indio", en la Comisión Coordinadora, como para tenerla además en la de Finanzas o la de Comunicación, así que ella se inventó el cargo de "vocera"; lo hizo presionada por Rosa Rojas, reportera de La Jornada especializada en temas indígenas, que le dijo en presencia mía: "Algún cargo debes tener en el Consejo para que yo te entreviste".

"¿Cuáles son las demandas del Consejo Mexicano «500 Años de Resistencia»?", me preguntó al aire el conductor del programa Del campo y la ciudad en Radio Educación. "Nuestras demandas son muchas y muy variadas", contesté. "Son 500 demandas que van desde una máquina de escribir hasta la cancelación del proyecto hidroeléctrico de San Juan Tetelcingo", añadí. "¿Y ya les dieron la máquina de escribir?", preguntó de nuevo el conductor en un desafortunado intento de ser chistoso. "No sé de ninguna máquina de escribir -respondí-, pero sí sé que el proyecto hidroeléctrico de San Juan Tetelcingo consiste en una presa que inundará a los pueblos nahuas del Alto Balsas, pues ellos han decidido que no saldrán de sus tierras y que solo podrán sacarlos envueltos en tapete". Finalmente, la denuncia mundial de aquel proyecto logró su cancelación definitiva, como antes habíamos conseguido que fuera momentáneamente suspendido el proyecto privatizador del Tepozteco y como después obtuvimos la devolución de unas tierras que Manuel Bartlett desalojó en Puebla con perros a la vanguardia de granaderos a la retaguardia. La cosecha tuvo frutos, a pesar de que El Chupacabras había dividido al Consejo Mexicano, atendiendo parcialmente sus demandas y reduciendo la atención de las demás a una vil negociación con el Instituto Nacional Indigenista (INI), en la cual brillaban por su ausencia las secretarías de Estado. Entonces tomamos el edificio del INI como protesta por la burla discriminatoria y en demanda de un trato justo, y la toma duró muchos días con sus respectivas noches. Uno de esos días, me encontré en las escaleras con Ricardo Montejano y supuse ingenuamente que se había apersonado en solidaridad con nosotros, pero no: "Yo aquí trabajo", aclaró; "doy un curso de producción radiofónica".

En la última reunión operativa, Carlos Beaz terminó de dividir al Consejo, condicionando la participación de su gente (UCIZONI) a la salida del FIPI (Margarito y Araceli), que recibía prebendas y dinero del gobierno por debajo de la mesa, luego de entregar un paquete de abundantes demandas que se resumían en un ambicioso proyecto turístico.

La última asamblea nacional declaró concluida la Campaña «500 Años de Resistencia» en México al año siguiente, pero dejó en el aire la potestad del archivo formado a instancias de la Comisión de Comunicación, así que asumí esa potestad personalmente en espera de que hubiera alguna instancia a la cual entregárselo. Jorge Hidalgo, jesuita fundador del Prodh y después activista de tiempo completo en la campaña por parte de Equipo Pueblo, parecía creer que yo estaba robándome el archivo y me dijo en privado que por lo menos tres instituciones lo querían: una era la UNAM, otra el INI y la tercera no recuerdo qué madres era, quizás alguna inexistente agencia internacional de prensa india. "Dile a la UNAM y al INI que tengan su archivo -le contesté- y pregúntales de qué quieren su nieve". En todo caso, que hagan una solicitud formal y entonces decidimos qué procede, pensé.

El codiciado archivo del Consejo Mexicano «500 Años de Resistencia» fue integrado por tres partes: una es el primer intento de archivo que, a condición de que yo hiciera un inventario, me entregó su responsable anterior, un integrante del Grupo de Estudios Ambientales (GEA) que también poseía una "biblioteca indigenista"; lo que recibí eran restos de un saqueo realizado por el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM principalmente y en particular por el grupo de Sergio Sarmiento (homónimo del periodista, más bien torturador con voz nasal, cara de gato bodeguero y corbata de moñito) para formar su propio archivo, con el que dos hermosas practicantes, incomparablemente más deseables que la caja de papeles, escribieron una monografía sobre el Consejo Mexicano y la Campaña Continental, pero me negaron una copia; la segunda parte era el archivo personal que yo había hecho como periodista antes de integrarme a la Comisión de Comunicación y que junté con los restos recuperados del archivo anterior; la tercera parte se formó sobre la marcha y al calor de la campaña con los documentos entregados de uno en uno a la Comisión de Comunicación por las organizaciones del Consejo Mexicano, que llegaron a ser más de 200, desde que la asamblea nacional me reconoció. El archivo terminó siendo una caja de cuarenta kilos que, al cabo de la campaña, en su mudanza y mi paso de Equipo Pueblo al Centro Vitoria, estuvo unos días bajo el resguardo de Ce-Ácatl, cuya oficina es la casa de la maestra Meneses, mamá de Juan Anzaldo, y en donde sufrió una última peinada. El archivo original contiene basura que decidí conservar porque habla con voz propia de un apartado postal que tenían o tienen todavía Margarito y Araceli, en donde recibían o reciben todavía información de todo el mundo, invitaciones a encuentros internacionales de pueblos autóctonos y hasta boletos de avión (los métodos evolucionan con la modernidad, pero la ética no).

El Foro Nacional Indígena (FNI) realizado a finales de 1995 y principios de 1996 en San Cristóbal de Las Casas y San Andrés Sacamchén de los Pobres, Chiapas, por iniciativa del EZLN, se declaró "permanente" a propuesta del Comandante Tacho, que veía y escuchaba discutir y discutir a los delegados de todo el país sin llegar a ningún acuerdo. La "permanencia" del FNIP sirvió de membrete para acreditar a militantes indígenas sin organización, como Carlos Manzo, asesor del EZLN durante los diálogos de San Andrés a propuesta de Hermann Bellinghausen y quien me nombró a su vez "asesor de asesores", o sea, asesor de vacilada. Este proceso discontinuo de aparente convergencia culminó con el Congreso Nacional Indígena (CNI), que también se declaró "permanente", pero nunca tuvo oficinas (Esperanza Rascón hizo público el domicilio donde trabajó ella como responsable de la Comisión de Prensa durante unos días), así que seguí sin tener a quién entregar el archivo, que Beaz, Manzo y Francisco Cabrera, entre otros, me recomendaron resguardar hasta que el CNI tuviera una dirección formal; hay que recordarle al amnésico país que el CNI nació secuestrado por las hordas advenedizas, pero con gafetes de "seguridad", los prepotentes "zapatistas" de ocasión encabezados por Javier Elorriaga y la yupiza huera de Filosofía y Letras de la UNAM. Después el CNI se tomó en serio y muy a pecho aquello de que "todos somos Marcos", asumieron literalmente la consigna y ni quién soportara semejante pesadilla.

La preparación de una sesión del CNI truncó violentamente la vida de Francisco Cabrera Huerta en un accidente carretero que también mató a otro compañero, cuyo nombre no recuerdo porque ni siquiera lo conocí, y lesionó gravemente a Marcelino Díaz y Esperanza Rascón, quienes fueron hospitalizados de emergencia. Por ser "el diputado indio" en turno, los medios de comunicación dieron más importancia a Marcelino Díaz que a las otras víctimas, pero en un mensaje dictado por teléfono al programa Del campo y la ciudad, producido y conducido ese día por Ricardo Montejano, dije que la muerte de Francisco Cabrera significaba una gran pérdida para el periodismo militante, comprometido con las luchas indígenas de México y todo el continente; personalmente, significó además la pérdida de un amigo entrañable, insustituible aliado en el terreno político, solidario colega en el trabajo profesional, un valiente opositor a las tiranías y crítico implacable de la deshonestidad en donde la hubiera... Valga este homenaje mínimo.

Las memorias en registros escritos y audiovisuales de todo este proceso, después de la Campaña «500 Años de Resistencia», fueron a dar a manos de Juan Anzaldo Meneses, que primero fue invitado del EZLN a los diálogos de San Andrés y después fue nombrado asesor, pero nunca ha sido instancia de nada, además de director de Ce-Ácatl, que editó los Acuerdos de San Andrés, entre otras cosas. Para la memoria del Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo, acordé con Javier Elorriaga hacer un registro de audio en la mesa uno, que tuvo lugar en La Realidad con el tema genérico de "Política". Antes había hecho yo lo mismo en el Foro Especial para la Reforma del Estado, al término del cual Paz Carmona entregó el registro de audio grabado por mí y con mi equipo a Juan Anzaldo. ¿Por qué a él? -les pregunté a cada uno por separado y ninguno de los dos supo qué responder. Del archivo emanado de aquel foro se hicieron tres copias en paquetes: una para el EZLN, otra para la Cocopa y la tercera para el FZLN; Eugenio Bermejillo, embajador de Bellinghausen, se llevó a petición mía la tercera copia de Chiapas a la Ciudad de México, pero nunca la entregó; se quedó con ella o se la dio también a Juan Anzaldo. Sepa la chingada. Cuando hablé con él al respecto, fingió demencia: oligofrenia o neurótica dispersión de hombre-muy-ocupado que no entiende nada porque atiende muchos asuntos más importantes al mismo tiempo, actitud que prefiero llamar táctica de retrasado mental. Cuando hablé con Juan Anzaldo, éste hizo exactamente lo mismo.

El FZLN se desintegró al cabo del rotundo fracaso en su gestación, debido a que la gente designada por la Comandancia del EZLN y el Subcomandante Marcos nunca estuvo a la altura del proyecto y lo que hizo fue prácticamente un autosabotaje. La misma Comandancia y el mismo Subcomandante ordenaron su extinción. La Comisión de Prensa del Foro Especial para la Reforma del Estado fue nombrada por ellos con el criterio de que fueran cuatro responsables, dos por parte del cuerpo de asesores y otros dos por parte del FZLN. Águeda Ruiz y yo representamos al FZLN, aunque ella era también asesora, mientras que Bermejillo y Esperanza Rascón representaban al cuerpo de asesores. Por indisposición suya y para fortuna mía, Esperanza mandó a su hija Nashrú, y Águeda entró en una crisis personal causada por las agresiones en aumento de sus antiguas compañeras y amigas (entre ellas, Paz Carmona) llamadas "Las Chayos" porque formaban el Grupo Rosario Castellanos y no hay que confundir con "Las Doñas" del Comité Eureka fundado por Rosario Ibarra. El Grupo Rosario Castellanos estaba integrado por mujeres caníbales encabezadas por la esposa del historiador Antonio García de León. Al entrar en crisis Águeda, Bermejillo y yo la pusimos a transcribir las conferencias de prensa del Subcomandante Marcos y sus pláticas con la sociedad civil, y ampliamos la Comisión de Prensa, incorporando a Beatriz Zalce y otros. Una vez integrado el archivo del Foro en tres paquetes idénticos, Javier Elorriaga y Juan Anzaldo se comprometieron a copiar todo en un disco y ponerlo a la venta en las oficinas del FZLN, tal como se había comprometido medio año antes Esperanza Rascón con la memoria del Foro Nacional Indígena. Entonces recomendé al encargado (conste que no dije cargador, papel que asumió Bermejillo a regañadientes) de entregar su paquete al Sup que le pidiera un recibo, pero el Sup le contestó: "Dile a Iván Rincón que recibí el paquete y que se conforme con eso; los zapatistas no damos recibos por basura". Vaya pues. Ni las gracias me dio...

En fin. El archivo del Consejo Mexicano «500 Años de Resistencia» sigue, desde hace 17 años, bajo mi resguardo, y Equipo Pueblo no me ha dado ningún diploma. ¿Puede alguien creerlo?

[] Iván Rincón 9:33 PM

Diciembre 12 de 2009

Pasadas las elecciones federales de 1991, una vez que el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) perdiera definitivamente su registro condicional y yo quedara para el arrastre, dediqué a recuperarme cuatro meses tan exitosos y contrastantes con el rotundo fracaso del Frente Electoral Socialista (FES) que me batí a golpes con Jesús Escamilla después de la posada tradicional de Radio Educación y terminé encima suyo. "Ahora podría darte una madriza de tu tamaño", le dije; él aceptó la derrota y se fue en el mismo taxi que nos había llevado hasta las puertas de Viva Sur, en Avenida Tlahuac, donde viví durante una década a mis regresos de Chiapas o Oaxaca. Habíamos formado el FES con ocho organizaciones políticas y sociales, algunas realmente importantes, como la UGOCP, y otras simples grupúsculos con membretes geniales, como El Clóset de Sor Juana, además de militantes a título personal, para que hubiera una opción socialista en el abanico electoral. Me integré inicialmente a la Comisión de Prensa invitado por Raúl Jardón, integrante de la misma secta que Eduardo Montes, Jaime Perches y Escamilla, entre otros. El periódico 6 de Julio, para el que yo trabajaba, había llegado a su fin con el Primer Congreso Nacional del PRD, que heredó la infraestructura regenteada por Gerardo Unzueta a Pablo Gómez y su gente. Los desempleados en consecuencia dimos nuestros nombres para cubrir las candidaturas del PRT en el Distrito Federal, y elegí el Distrito XXVII (Tlalpan) porque era un rumbo accesible y yo había vivido allí unos años con mi mamá y Juan Latapí antes de tener mi propio departamento, que tardé una década en pagar y entonces lo vendí para saldar mis deudas y seguir subsidiando el desempleo vitalicio que llamamos activismo. Vacantes las candidaturas en ese y otros distritos, me apunté como titular o propietario para diputado, a condición de no tener qué hacer campaña electoral, sino "trabajo central", como llamaban los trotskos a la burocracia con un lenguaje inconciente y paradójicamente estalinista; mi suplente sería el antiguo tesorero del periódico 6 de Julio, perteneciente a la secta "comunista" de Montes, Jardón, Perches y Escamilla, pero un día llegó Perches y, en mi ausencia, le dijo a Julio López Montoya, alias El Chato, quien fungía como representante local del PRT en el DF: "Pon al nuestro arriba de Iván, que es demasiado joven para ser diputado". Al ver el enroque en la lista nominal, le pregunté al Chato por qué lo había hecho. "Órdenes de Perches", respondió. "Entonces bórrame -le dije-, renuncio a ser candidato. ¡Órdenes mías!"

Para renunciar debía conseguir un sustituto y eso hice al cabo de muchos días buscándolo: el caricaturista y maestro universitario Ramón Ojeda, que había fundado conmigo la revista Ollinmecah y seguía siendo mi amigo (quizá todavía lo sea), rellenó el hueco, y entonces me registré como representante del PRT en el Distrito XL, que abarcaba las delegaciones políticas de Tlahuac, Milpa Alta y una parte de Iztapalapa; tenía mil cien casillas y su padrón electoral era el más grande del país y del mundo, comparable con Baja California Sur, o Morelos, Puebla y Tlaxcala juntos; la sesión de cómputo duró cinco días con sus respectivas noches y un receso de ocho horas de descanso que desaproveché con singular martirologio y vocación de sacrificio para recoger las actas de escrutinio que nuestros representantes generales (retrasados mentales todos) se habían llevado a sus casas, dejándome ridículamente solo en el consejo distrital, donde padecí además un conflicto existencial en aumento cada vez que anotaba: en tal casilla, el PRI obtuvo cien votos, el PRD 60, el PAN 40 y el PRT uno. Aquellos días de esfuerzo físico desgastante, agotador, no apto para cardíacos, también fueron moralmente muy decepcionantes.

Mi mamá y Juan Latapí votaron por mí, según su anécdota, pues mi nombre ya estaba impreso en las boletas cuando renuncié, y el PRI arrasó en el DF con su vergonzoso "carro completo" y su candidata Silvia Pinal en ese distrito al mismo cargo que yo, pero titular y en la tramposa lista plurinominal; quizá Juan Latapí votó por ella y algún día lo confiese...

Durante aquel proceso electoral, insistí mucho en formar una red promotora de solidaridad con Cuba, pero todos me contestaban: "Nomás que pasen las elecciones". Pasadas las elecciones, los mandé al carajo y me dediqué por entero a recuperarme física y moralmente; ese era uno de los reclamos que me hacía Escamilla en el taxi con sorprendente rencor, camino a mi departamento para continuar la borrachera de madrugada, cuando terminamos a golpes. "Eres un solitario", me reprochaba con hiriente saña. Desde allí milita en la Promotora de Solidaridad «Va por Cuba», reducida hoy a un grupúsculo de informales / impuntuales que hacen todo con la mayor mediocridad posible. Mi insistente propuesta se había concretado sin necesidad de que yo formara parte activa. Así que un día me apersoné en la Cámara de Diputados para hablar en corto y extenso con Araceli Burguete, asesora y esposa del entonces diputado Margarito Ruiz; le dije que planeaba regresar al periodismo, ahora de manera independiente, y especializarme en movimientos indígenas, para que ellos fueran mi principal fuente de información y contactos. En cambio, me invitó a integrarme "formalmente" al Consejo Mexicano «500 Años de Resistencia», cuya siguiente asamblea nacional amplió, unas semanas después, su Comisión Coordinadora y renovó totalmente las de Finanzas y Comunicación; en esta última quedé y Equipo Pueblo puso toda su infraestructura al servicio de la Campaña Continental en México. Tiempo después, el director de Equipo Pueblo, Elio Villaseñor, fue el primer delegado del PRD en Iztapalapa, luego de contender bajo la figura estatutaria de candidato externo. También en Equipo Pueblo trabajaba una mujer muy joven, menuda y discretísima, que me atraía físicamente, pero me parecía que políticamente estaba demasiado verde (quizá, modestia aparte, yo era comparativamente bastante colmilludo); ella era militante de la UPREZ y coincidimos después en Chiapas con el levantamiento zapatista y en el siguiente proceso electoral, esta vez a favor del PRD, en el mismo Distrito XL, que no solo seguía siendo un monstruo de magnitud aberrante, sino que había aumentado de mil cien a mil 200 casillas. El nombre de la chava con sonrisa dulce y candorosa mirada: Clara Brugada.

La primera asamblea nacional del Consejo Mexicano «500 Años de Resistencia», a la que asistí, fue también ocasión de conocer al periodista Francisco Cabrera Huerta (nada qué ver con Francisco Huerta), quien coordinaba una sección semanal del diario El Día dedicada a los movimientos indígenas. Al calor de la Campaña «500 Años de Resistencia», la sección autónoma de una plana llegó a tener dos y, años después, se mudó al periódico regional de Puebla-Tlaxcala llamado Síntesis, antes de convertirse en "despacho de información indígena" (algo parecido a una agencia de prensa), siempre con el nombre de Tequio; además de hacerme su principal colaborador, Paco Cabrera llegó a ser un amigo entrañable y valiente aliado en la denuncia pública de la deshonestidad, viniera de donde viniera. Poco a poco, fui descubriendo el desprestigio de Araceli Burguete y su marido, "el diputado indio", así como las causas de ese desprestigio, que también descubrió Hermann Bellinghausen y les dedicó en La Jornada su respectivo escrache... con un pequeño atraso de quince años.

Como colaborador de Tequio, lo primero que hice fue cubrir la marcha Xi'Nich, trabajo con el cual consolidé la amistad del Centro Vitoria y la del Pro, que se convirtieron a su vez en fuentes inagotables de información, personalmente Balbina por un lado y Aurora por el otro. Xi'Nich fue para mí la punta de una hebra que ponía sucesivamente al descubierto la violación masiva de los derechos humanos en Chiapas (aunque también denuncié, antes que nadie, el proyecto privatizador del Tepozteco, pero nunca se me ocurrió buscar un premio por eso). Contar con la tribuna de Tequio y coordinar la participación del Consejo Mexicano «500 Años de Resistencia», tanto en el programa Del campo y la ciudad, de Radio Educación, como en muchos otros foros, me permitían hacer lo que yo quería: periodismo militante... Hasta que un día, el sátrapa Latrocinio González, entonces gobernador de Chiapas, llamó por teléfono a Socorro Díaz, entonces directora general de El Día, y le dijo textualmente: "No quiero ver en ese periódico ni una nota más contra mí; esto ya parece una campaña", y Socorro Díaz llamó a Cabrera Huerta para transmitir esas palabras, que él a su vez me transmitió en un restaurante de comida china. Jesús Ramírez Cuevas, por su parte, me dijo que Latrocinio era sumamente rencoroso y vengativo, como para que yo supiera de quién desconfiar si acababa en la cárcel, el hospital o una caja; para frustración del conejo, no acabé en la cárcel ni el hospital ni en una caja, pues el sátrapa estaba demasiado ocupado en una campaña de exterminio que El Chupacabras premió, nombrándolo secretario de Gobernación, y éste premió desde luego a Socorro Díaz, nombrándola subsecretaria, o sea, prácticamente su brazo derecho.

Lo que sigue es una versión no confirmada, pero ampliamente difundida como secreto a voces en Chiapas y, sobre todo, en Tuxtla Gutiérrez: Latrocinio tenía ese apodo y el de sátrapa, además de El Mampo y El Choto, porque organizaba fiestas privadas que culminaban en orgías homosexuales, a las cuales asistía un periodista que tomó fotos y/o video de todos en acción y trató de extorsionar al festejado, quien respondió asesinando uno por uno a los que habían participado en sus encerronas. En eso estaba cuando El Chupacabras lo llamó para que, en vez de gastar su fuego en infiernitos y granjearse un quinto apodo (El Mataputos), asumiera el exterminio de cardenistas y zapatistas.

Ahora Socorro Díaz y el conejo forman parte del círculo más cercano a López Obrador, como Rosario Ibarra, por desgracia.

También por desgracia, no aprendí la lección de 1991 y, después de cubrir el levantamiento zapatista para Voz Pública y la revista Motivos, entre otros medios, me integré a la alianza electoral que apoyaba ilusoriamente a Cárdenas y al PRD; empecé como capacitador de representantes de casillas y terminé como representante distrital suplente, mientras el titular tranzaba por debajo de la mesa con los consejeros y representantes de los demás partidos, y el candidato a diputado por ese distrito, un personaje cavernario, usaba el dinero de la campaña para remodelar las oficinas de su "organización social"; dos días antes de las elecciones, asqueado hasta la náusea y el vómito, renuncié a mi cargo simbólico para llamar la atención del comité de campaña a lo que debíamos corregir porque estaba mal y era todo. Clara Brugada se había apersonado en la asamblea ese día para un asunto específico y estaba por irse cuando la alcancé en la oficina donde hacía una escala. "¿No puedes quedarte media hora más?", le pregunté. "¿Se va poner bueno?", preguntó a su vez; le contesté que sí y quiso saber qué iba yo a decir. "Voy a renunciar", le dije. "¡No puedes renunciar!", exclamó. "Sí puedo", respondí; "quédate a verlo". Clarita, como la llamaban, aceptó quedarse; yo renuncié y ella se fue sin decir palabra, con su discreción característica. Ignoro cómo haya interpretado mi renuncia, pero después me enteré de que el candidato a asambleísta esparció la especie de que yo había causado una crisis al interior del PRD local y su pretendida alianza con la sociedad civil unas horas antes de las elecciones porque era un "infiltrado de Gobernación"; ese candidato era Francisco Martínez Rojo y, pasadas las elecciones, se gastó el dinero que le sobraba de la campaña, o al menos una parte, en Jony Woker; al calor del cariñoso wisky, me confesó a bocajarro su delirante sospecha en un intento no menos absurdo y hasta demencial de volver a la confianza y llegar inclusive a la amistad. "¡Qué pendejo eres!", le dije. Y qué pendejos fueron todos los que se dejaron llevar por esa finta, pues ni entre todos se hizo uno con la visión política del presunto "infiltrado"... por el EZLN, en todo caso.

Yo sabía que mi renuncia sería un acto kamikaze, al cancelar definitivamente cualquier pretensión futura de hacer carrera política en las filas del PRD, o sea, lo que menos me interesaba en adelante. Cuando sacudí al comité de campaña con iracundia telúrica, la mujer con quien dormía dio un salto acrobático de mi cama a la del candidato a asambleísta suplente, con el que despertó al día siguiente y terminó haciendo vida conyugal, no sin antes visitarme por última vez. "Tengo algo qué decirte", anunció. "Primero lava los trastes -contesté- y después a ver si estoy de humor para escucharte". Ella lavó los trastes humillada, con un nudo en la garganta y, cuando acabó, me dijo a quemarropa: "Rojo ya no confía en ti".

-¡Qué pena! -exclamé- ¿También te acuestas con él? Ahora lava el baño.

Ella se fue sin despedir y supongo que, una vez afuera, rompió la fuente del llanto.

"Si aquí no pasa nada, me largo a Chiapas", prometí y, como no pasó nada, cumplí mi promesa; en el camino leí ávidamente varios números atrasados de La Jornada y, entre la abundante información, una sola noticia me impactó lo suficiente para recordarla quince años después, al escribir estas líneas: que alguien, quizás esbirro del gobierno, había incendiado la casa de Clara Brugada. Quizás así, a sangre y fuego, le quitaron lo ingenua, o quizá nunca lo fue y siempre interpreté su discreción equivocadamente. Vayan ustedes a saber... Ahora que gobierna la delegación política más grande y conflictiva del DF, que es la ciudad más grande y conflictiva del mundo, espero no confirmar nunca mi cálculo de que esa mujer tiene más carisma que talento.

Lo seguro es que Martínez Rojo llegó a ser delegado en Tlahuac y, durante una asamblea comunitaria con López Obrador, un aliado mío, que produce video independiente y se llama Marco Antonio Lemus, tomó la palabra y, con los pelos en la mano y mucho huevos, lo culpó del asesinato de unos niños; López Obrador hizo entonces una broma que resultó premonitoriamente desafortunada: "Ya te quemaron", le dijo a Martínez Rojo con un codazo. Ahora el acusado está en la cárcel por "el caso Bejarano"; el de los niños asesinados en Tlahuac sigue impune, como el de los que murieron en llamas hace medio año y los que sobrevivieron al infierno de la Guardería ABC en Hermosillo, el de los niños desaparecidos en CAIFAC (Monterrey) y Casitas del Sol (DF) y el de los niños violados, torturados y videograbados en Oaxaca. Por lo visto, en esta desgracia de país, ser niño es una desgracia más.

(Continuará...)

[] Iván Rincón 8:07 PM

Diciembre 5 de 2009

A seis meses de la tragedia en Hermosillo, Sonora, que asesinó a 49 niños y niñas menores de cuatro años y marcó de por vida el cuerpo y la mente de muchos más, la cólera me sigue y persigue como la soledad, me invade y desborda, me obsesiona y desvela... Todos en este país de pacotilla hemos pagado el costo humano de aquel infierno; todos, con excepción de sus causantes, autores materiales o intelectuales de genocidio; todos, insisto, menos los responsables, directos o indirectos, por negligencia criminal o algún lazo en la red, igualmente criminal, que es el tráfico de influencias, la complicidad como sistema que hace posible tanta impunidad; impunidad que se ríe del llanto, que goza con el dolor ajeno, impunidad que siempre gana, pierda quien pierda y tenga la magnitud que tenga nuestra pérdida. Esta ocasión me recuerda la felicidad navideña de 1997, aquel invierno trágico llamado por Samuel Ruiz "la navidad más triste de nuestras vidas", cuando la masacre de Acteal fue motivo de festejo, de brindis a la salud de la muerte por los genocidas paramilitares, sus patrocinadores del ejército federal y todas las corporaciones de policía, incluida la banda paramilitar más grande que hay en México y se llama Policía Federal Preventiva y es una horda vandálica de violadores; en el palacio de gobierno hubo intercambio de regalos y abrazos, y muchas risas, mientras una mujer inundaba de lágrimas la plaza catedral en San Cristóbal de Las Casas. Hasta en Radio Educación estaban jubilosos por las fiestas decembrinas y Paco Huerta se puso espléndido con una acreditación por seis meses como "colaborador" de Voz Pública y la fabulosa cantidad de 600 pesos por mis colaboraciones más recientes, mientras yo estaba que me llevaba la chingada porque no había salidas a Chiapas en esos días. Cuando finalmente llegué a vivir en carne propia la pesadilla de Chenalhó, resultó que el generoso cheque de Paco Huerta no tenía firma... La navidad de aquel año en Los Altos fríos de Chiapas no era más que tristeza en abundancia, miseria y sufrimiento a la intemperie, tensión y trauma desoladoras. Las cuatro noches que pasé en Polhó amanecieron con la noticia de un bebé muerto que ya habían enterrado; sus madres no tuvieron más leche con qué alimentarlos. Una mujer del campamento civil encontró a varios niños escondidos en una cueva con su madre, que no podía salir porque el frío había entumido sus piernas y fue necesario rompérselas. "De puro espanto es la parálisis de tu pueblo", me escribió alguien en Facebook desde el otro extremo del continente con un tino estrujante. Alguien más, entre las voces de profunda indignación que se han alzado por la tragedia en Hermosillo, atinó a señalar que las únicas leyes que se hacen valer en México son la ley de la gravedad y la de Herodes; no recuerdo si mencionó también la del embudo, que para efectos de impunidad es lo mismo, y de ahí que Alejandra Guzmán obtuviera por sus nalgas estropeadas la justicia que los padres y las madres de los niños y las niñas calcinad@s el pasado 5 de junio reclaman todavía. Mientras estas familias demandaban que la Suprema Corte de Justicia de la Nación atrajera su caso, los ministros se iban de vacaciones y, al regresar, exoneraban a los autores materiales de la masacre de Acteal. ¿Será posible algo peor, algo más aberrante y abyecto?

A seis meses del infierno en Hermosillo, sigue ardiendo la sangre, al menos en mis venas, en esta herida abierta de la que mana incontenible una cólera incendiaria. Todos en el país de no pasa nada hemos pagado el precio de que así sea; todos, cabe reiterar, salvo los genocidas y sus cómplices. El imperio de la impunidad causa delirios. Al cerrar los ojos encuentro al chacal Ulises Ruiz gritando: "¡Quiero muerto a ese cabrón!" Al abrirlos, El Precioso y Kamel Nacif brindan con "una botella de coñac dispuesta a lo que quieras, porque tú eres el héroe de esta película, papá". Vuelvo a cerrarlos y veo en las tinieblas al chacal Miguel Nassar Haro con un martillo y una caja de clavos, quebrando todas las articulaciones de un joven atado a una silla. Al abrirlos, Felipe el espurio lo condecora y guiña con Elba Esther Gordillo, que "enseña" impúdicamente una lengua reptiliana...

(Continuará...)

[] Iván Rincón 8:35 PM

Diciembre 2 de 2009

En marzo de 2003 recibí la llamada telefónica de una mujer encantadora y vital, de cálida voz y acento norteño, contrastante con la mayoría de la gente insípida y plana que trato cotidianamente. "¿Señor Rincón? Buenas noches. Llamo de parte de Rosario Ibarra, soy su hija y ella quiere comunicarse con usted, pero su teléfono está ocupado todo el tiempo y me pide que marque desde aquí para que la operadora le diga que por favor cuelgue". En plena organización del primer concierto maratónico frente a la embajada gringa, yo había desocupado el teléfono por un momento, así que no fue necesaria la intervención de la operadora; había sido en vano llamar del Distrito Federal a Monterrey y de Monterrey al Distrito Federal. Ni modo... Este curioso triángulo comunicacional era de recurrencia trotskista, o sea, doblemente curioso, y yo lo conocía desde que fundamos el Frente Electoral Socialista en 1991. Llamé pues ipso facto a Rosario Ibarra que, rebosante de ímpetu y energía como siempre, justificó de entrada su gasto en llamadas de larga distancia: "Cuando hay que hablar con alguien porque se trata de algo importante, se puede, cueste lo que cueste, ¡qué caray!" Y de ahí pasó efusivamente a decirme cariño, corazón, querido, ¡mi amor! Híjole. Confieso que, además de halagarme, tanta efusividad me incomodó un poco, pero lo disimulé, al menos lo intenté, y acordamos su adhesión personal y la del Comité Eureka al pronunciamiento que yo había redactado contra la barbarie imperialista en Medio Oriente. No era la primera vez que Rosario Ibarra suscribía una iniciativa mía; lo había hecho desde 1988, cuando El Chupacabras inventó la Dirección de Inteligencia y designó a Miguel Nassar Haro como titular. En aquel entonces logramos la desaparición de esa dependencia y el regreso del criminal personaje que debía estar en la cárcel a la vida privada, aunque la imbecilidad sin límites de La Jornada cabeceó nuestra carta como "apoyo a Teresa Jardí". ¡Carajo! Desde entonces padecí durante más de veinte años la estúpida soberbia y la soberbia mezquindad de La Jornada, pero siempre conté con la firma de Rosario Ibarra, que además me devolvía la llamada (hasta que el número telefónico de su casa pasó a ser el de una compañía financiera de nombre buena onda: Te Creemos).

-Has de pensar que soy una confianzuda por hablarte así, pero después de tantos años, aunque ya estoy viejita, espero que tú también lo hagas.

-No solo nos conocemos desde hace años, sino que seguimos siendo compañeros de lucha y eso, para mí, es más importante.

Un sexenio después de que se apersonara en el tercer concierto maratónico frente a la embajada gringa, nos saludamos con la familiaridad de siempre, ahora frente a la representación del gobierno de Sonora en el Distrito Federal y, salvo porque tengo menos pelo en la cabeza y ella más arrugas en la cara, parecía que la relación no había cambiado; me dio gusto confirmar que es una mujer incombustible, enérgica y energética, pletórica de vitalidad y coraje, como quisiéramos ser algunos comparativamente jóvenes. Hablamos hasta donde nos permitía la ocasión (es decir, muy poco) sobre los desaparecidos políticos en México a partir de una idea mía y acordamos continuar la charla en extenso. Me dio un número de teléfono en el Senado porque no recordaba su dirección electrónica ni su agenda para los próximos días. "Tengo diez asistentes", dijo con orgullo provinciano. "Voy a decirles que vas a llamar para que te digan cuándo nos vemos allí". Ese día era sábado 4 de julio, así que llamé el lunes siguiente en la tarde y contestó una mujer de neuronas sumamente escasas, cuyo nombre ignoro deliberadamente. Por instinto, percibo de inmediato cuando alguien asume la ignominiosa labor de hacer inaccesible a otra persona, labor que le otorga un miserable poder porque, no obstante su demás miseria, tiene acceso a quien otros no. Con el fin primigenio de impedir que yo hablara por teléfono con Rosario Ibarra, su asistente o lo que sea sugirió que llamara al día siguiente porque la señora se apersona en las mañanas regularmente unas dos horas, nada más. "¿A qué horas?", pregunté. "Como a las diez", contestó la asistente o lo que sea. "¿A esa hora llega o se va?", pregunté de nuevo. "¡Ay, señor!", exclamó la mujer. "Yo no le puedo decir a qué horas llega y si va estar aquí dos horas o más". Este intercambio es textual y terminó además con las palabras "señor delegado" ¡Sic! La pendeja (perdón por escribir este adjetivo... con minúsculas) creyó que yo era representante del gobierno de Sonora en el Distrito Federal.

En la primera de las incontables llamadas que hice al mismo número, porque siempre me negaron uno directo, pedí la dirección electrónica de Rosario Ibarra; le envié los pronunciamientos públicos sobre la tragedia del 5 de junio en Hermosillo y sobre la Cineteca Nacional; llamé para preguntar si ya los había leído y si contábamos con su firma o no. Contestó entonces otra mujer, prepotente y soberbia, y me sugirió que llamara al día siguiente, como siempre. Para evitar más pérdida de tiempo, le propuse que me respondieran por correo electrónico. "¡No!", espetó la asistente o lo que sea. "Nosotros no confiamos en eso". Textual. Nomás le faltó agregar: "Somos tan chingones que desconfiamos de la modernidad". Si el equipo de Rosario Ibarra no está mínimamente a la altura del tiempo que vivimos -reflexioné- y ella preside la Comisión de Derechos Humanos en el Senado de la República, esa Comisión en particular y el Senado en general han de ser un obstáculo para la República. Después de muchas llamadas más, obtuve por respuesta que la senadora "nunca firma nada que no haya escrito ella". Unos diez textos escritos por mí y firmados por ella han de ser entonces mitos geniales. Como corolario de la pequeñez burocrática, inversamente proporcional al tamaño de la estupidez prepotente y soberbia, inflamada cual papada grotesca de sapo, al cabo de tres semanas de llamar todos los días hábiles (habilidad habitual a ser filtro abyecto y disfuncional), la mujer de neuronas sumamente escasas preguntó mi nombre tres veces consecutivas, como dopada, como embrutecida su mente débil por alguna droga demasiado fuerte para ella, y en seguida salió con que Rosario Ibarra no conocía a nadie llamado Iván Rincón (obviamente, si no podía transmitir un nombre dicho a su oído durante tres semanas, procedía decidir que la destinataria no lo conocía). La honestidad requiere de un mínimo de capacidad mental que la gente frecuentemente no alcanza ni se entera y le interesa un carajo. "Estoy seguro de que si ella -le dije a su asistente o lo que sea- me contestara, no sería necesario decir mi nombre más de una vez".

En un ejercicio de tolerancia autodenigrante, aporté suficientes referencias como para que una memoria muerta reviviera; rebasé mis propios límites, dando currículum y hasta biografía, pero todo era inútil, cualquier esfuerzo mío, por grande que fuera, estaba destinado al fracaso. En uno de los momentos más representativos del ínfimo nivel al que estaba condenada la interlocución, me remití al Frente Electoral Socialista, cuando postulamos a Rosario Ibarra como candidata al Senado por el Distrito Federal. "Rosario fue candidata a la Presidencia dos veces y diputada; yo fui su suplente", presumió la necia. "La conozco desde hace treinta años y sé su trayectoria".

-¿Y no sabe que fue también candidata dos veces a senadora? -pregunté.

-No, esta es la primera vez -contestó la necia.

-Es senadora por primera vez, pero antes fue candidata dos veces.

-Ah, pero cuando usted dice no llegó.

-Dije que fue candidata...

Nefasto episodio, como pesadilla que urge olvidar, más que desahogar aquí (así sea en resumen, por consideración a los lectores, inclusive a los masoquistas). Cuando el contrincante es de nivel muy inferior, tanto en un combate de karate como en una partida de ajedrez, quizá logre subir un poco, pero el otro siempre baja, desciende, se degrada, empequeñece. Lo mismo ocurre en las pláticas o discusiones, o intercambios verbales que no alcanzan la categoría de pláticas o discusiones, con gente infrahumana, descerebrada y deshonesta por condición, que infesta los círculos políticos, los ámbitos del poder... A estas alturas de la vida, ya no debería sorprenderme, por ejemplo, que una diputada nunca jamás haya leído un libro, que para eso sean los asesores y resulten muchas veces (demasiadas siempre) la misma basura, la misma bazofia, la misma basca.

El tedio que han de padecer los lectores de este blog no es ni la décima parte del mío, pero el tiempo que perdí es el mismo que perdieron las mujeres que padecí, con la diferencia de que ellas lo repartieron, compartieron la pérdida, que para ellas no lo es, porque les pagan... Ignoro cuánto les paguen, pero lo que sea es mucho. Ignoro también qué ha hecho la Comisión de Derechos Humanos en el Senado de la República por la presentación de los desaparecidos políticos en México y la pena que merecen los autores de crímenes como el genocidio y la desaparición forzada de personas, pero después de tratar con la gente que traté y de buscar información como el obseso insomne que soy, sospecho que vende su tácita complicidad. Si Rosario Ibarra tuviera todavía un ápice de vergüenza, por más mierda que la inunde, sacaría la cara y se comunicaría conmigo por escrito, vía correo electrónico, porque es más fácil actualizarse técnicamente a cualquier edad que asimilarse al sistema social, su régimen político y su aparato perjudicial, después de una vida luchando, en un país donde el poder, sea legislativo, ejecutivo, fáctico, económico, formal, delincuencial... está podrido y pudre todo lo que toca. Los árboles mueren de pie, como vivieron, y también las mujeres y los hombres que se dan por entero, porque son de una pieza, en la pelea difícil y desigual, que por momentos parece imposible de ganar, contra los peores enemigos de la humanidad, que siguen impunes, al amparo del descarado secuestro del país por una mafia de parásitos apátridas, que no serían nada sin las fuerzas armadas y la pasividad de la sociedad civil.

"Cuando hay que hablar con alguien porque se trata de algo importante, se puede, cueste lo que cueste, ¡qué caray!" ¿Te cae? Quizá dejé de querer entonces desde que la escasez neuronal me hizo ver por qué yo tampoco tengo patria...

[] Iván Rincón 11:33 PM